martes, 9 de agosto de 2022

«Sobre el amor», de Matthew Dickman

Dishes, James Rosenquist


Sobre el amor

Matthew Dickman 


Tienes que hacer 

algo por ti mismo 


es lo que ella 

solía decirme 


mientras me veía lavar 

los platos o doblar 


la pila de ropa 

tibia de los niños. 


Ahora creo que ella 

se veía a sí 


misma como un valiente 

caballero que mira con desdén


los techos de paja 

de algún villorrio de segunda 


o las puertas de algún 

oscuro e ignoto 


castillo, diciendo yo 

me merezco otra cosa. 


No entiendo por qué 

a menudo la valentía 


va de la mano con 

la crueldad. Sería feliz 


con solo mirar a mis hijos 

todo el día. Sería feliz 


viendo cómo cae la nieve 

sobre el vidrio verdoso 


de algún invernadero 

hasta que el vidrio se quiebre 


y los tomates del interior

se vuelvan pelotas de hielo. 


Mi madre suele contar 

de cuando llevaba


a sus hijos de compras 

teníamos ocho años 


y dice recuerdo cómo 

te miraba la gente y


también a tu hermano, eran 

unos niños tan 


bonitos me preocupaba 

que algo pudiera llegar a


pasarles. Sólo recuerdo 

cómo solía mirarnos 


diciendo podría quedarme 

viéndolos así todo el día. 


La última vez que hablé 

con mi padre 


fue la noche en que 

cremamos a 


mi hermano mayor. Estaba 

sentado en un sofá 


mirando una hoguera vacía. 

No lo había visto 


en años justo entonces 

me acerque a él como 


a un niño 

al que encuentras 


perdido en el supermercado 

y le dices ven, vamos 


a buscar a tus padres, 

no deben estar muy lejos.


Creo que le dije, Allen, 

lo siento Darin se fue.


Y él hizo un ruido 

como el de un niño que busca


la mano de una madre 

y cuando trata de tomarla


se da cuenta de que la madre 

no era suya. Suspiró


y dijo es tan extraño

ya no tener hijo.


Mi padre tenía razón,

su hijo estaba muerto


se había ido y ese 

era el principio 


y el final de cualquier historia

que yo jamás pudiera contar


sobre el amor. Anoche,

cuando fui a la tienda


a comprar pañales nocturnos

para Owen, me sentí muy feliz


de que todos tuvieran

que usar mascarillas.


De no tener que verle

la cara a nadie.


De no tener que ver

mi propio rostro. Me quedé 


mirando las cajas de cereales

deslizarse por los pasillos,


mirando las latas

de vegetales convertirse


en latas de fruta. La música

que sonaba en mi cabeza


era tan hermosa

era como el sonido


que hacía la madre

de mis hijos cuando caminaba


por la casa 

en calcetines.


<Versión de Javier Raya>



domingo, 10 de julio de 2022

«El becerro de dos cabezas», de Laura Gilpin

Janus, dios de las puertas

El becerro de dos cabezas, de Laura Gilpin

Mañana, cuando los hijos del granjero descubran
esta abominación de la naturaleza, cubrirán
su cuerpo entre periódicos para llevarlo al museo.

Pero hoy está vivo en el campo norte
con su madre. Es una perfecta 
noche de verano: la luna brilla sobre
el huerto, el viento mece la hierba. Y
el cielo que mira tiene el doble
de estrellas de lo normal.

(trad. de Javier Raya)


Two-headed calf

Tomorrow, when the farm boys find this / freak of nature, they will wrap his body / in newspaper and carry him to the museum. // But tonight he is alive and in the north / field with his mother. It is a perfect  / summer evening: / the moon rising over / the orchard, the wind in the grass. And / as he stares into the sky, there are / twice as many stars as usual.


jueves, 6 de enero de 2022

"Amor", de Russell Edson

Perro, ámame, le dijo un hombre a un perro. El perro no dijo nada. 

Pero un trozo de vidrio cuando el sol lo hizo resplandecer de cierta forma en su ojo --te escucho, dijo el hombre.

Pero una hoja que se retorcía en su tallo porque el viento quería ir a alguna parte hizo volver al hombre a sí mismo --así que dices tal y tal, dijo.

Notó arrugas en su zapato --estiramiento muscular, eso es una sonrisa; mi zapato me sonríe. Zapato, te amo, ámame. Pero su zapato se limitó a seguir caminando, con la cabeza rondando por encima de él...

Cabeza, cabeza, ámame, le dijo a su cabeza.

Su cabeza tenía una fosa nasal. La palpó. Había dos. La fosa debía haber tenido un bebé.

Pero su fosa nasal soplaba aire en sus dedos.

Yo también le puedo soplar aire a una fosa nasal. Así que apretó los labios y sopló aire en sus fosas nasales.


lunes, 17 de mayo de 2021

De grande quería ser recolector de basura

خانه‌ی من در انتهای جهان است
در مفصلِ خاک و
پوک.


Más allá del fin del mundo está mi hogar,
a un lado de los límites, entre el polvo
y el vacío.

-Ahmad Shamlú

1.

Hace poco soñé que formaba parte de la tripulación de un camión recolector de basura. La palabra era precisa: la máquina se conducía como una nave en altamar, y los hombres que integrábamos las faenas de carga y descarga teníamos una camaradería semejante a la de los marineros. Recorríamos las calles pero no para transportarnos, sino para recoger ese dudoso tesoro compuesto de los materiales que la gente saca de sus vidas a cambio de unas pocas monedas, o a veces a cambio de nada. Recuerdo que en el sueño, los tripulantes de la máquina hacíamos bromas todo el tiempo, y en algunos breves periodos de descanso nos echábamos a contar historias y fumar cigarrillos entre pilas de botellas de PET y cartones. La semilla de la división, sin embargo, aparecía personificada en una promotora cultural que conocí hace años, y que durante el sueño hacía las veces de una tecnócrata obsesionada con la eficiencia de los procesos: una mujer que sembraba pequeñas rencillas entre nosotros, que nos hacía competir en términos de laboriosidad, quitándole toda la diversión a la experiencia de recabar objetos desechados e impuros entre camaradas, como piratas de las calles.

A pesar de todo, durante el sueño me vi cumpliendo una vieja y tal vez olvidada fantasía de infancia. Es una historia que a mi mamá le gusta contar siempre que la ocasión lo amerita (y lo amerita a menudo): su hijo mayor no aspiraba a crecer para convertirse en uno de esos aburridos y sosos miembros productivos de la sociedad, con profesiones respetables de las que vale la pena alardear, como los abogados o los gerentes de empresas, sino uno de esos señores de la basura que parecen tan intercambiables y deleznables,en el imaginario popular, pero que prestan un servicio tan vital que, sin ellos, la ciudad se paralizaría en cuestión de días, sepultada bajo la acumulación de su propia cáscara de desechos. 

Yo tendría entonces la edad que tiene ahora mi hijo, cinco o seis años, y en la radio de finales de los 80 sonaba una y otra vez "Cuando seas grande", de Miguel Mateos. Su inolvidable coro responde a la pregunta que da título a la canción con vías laborales sumamente disímiles y acaso incompatibles entre sí: "estrella de rocanrol, presidente de la nación".

Oh uh oh.


2.

Mi madre me preguntaba a menudo qué quería ser de grande, supongo que como muchas madres le preguntan a sus hijos, con la secreta intención de descubrir, modelar o censurar tempranas vocaciones. A mí no me interesaba (y sigue sin interesarme mucho, francamente) ser un miembro "respetado" de una sociedad que valora tan poco al servicio de limpia pública, pero que entroniza a burócratas de todo tipo, a los cuales recompensa por su capacidad de competir y estorbar. Mi sueño era pasar las horas colgado de un enorme armatoste de hierro, ruidoso y pesado, imposible de ignorar, haciendo sonar esa campana portátil que movilizaba multitudes con su estruendo como solamente lograría en los pueblos el batir de un pesado badajo de bronce en la torre de la iglesia. Su sonido alarmante, el armónico de metal que deja en el aire cuando se calla, está de tal modo enraizado en la mente de quienes lo escuchamos que nos vuelve autómatas capaces de detener al instante cualquier labor doméstica para salir corriendo con bolsas y botes a la calle, para ubicar a esos carontes de la inmundicia, los que hacen el verdadero trabajo sucio de procurar el olvido y hacer desaparecer las evidencias de la reproducción de la vida diaria.

A pesar de que mi vocación de basurero fue sustituida muy pronto por otras (que tampoco eran motivo de celebración familiar, por cierto), sigo creyendo que el concepto de basura es una construcción más bien burguesa, o cuanto menos de gente con muy poca imaginación práctica. Una fugaz visita a Cuba me hizo confirmar esa sospecha al ver cómo, en la vida cotidiana, los objetos descompuestos o averiados no terminaban en botes de basura, sino que eran tratados con la dignidad de las cosas irrepetibles: reparadas, zurcidas, modificadas para convertirse en otras cosas y servir a nuevos fines. Durante la escasez de refacciones que afectó (y no ha dejado de afectar) a la isla, se crearon comisiones especiales de inventores que fabricaban o adaptaban piezas necesarias para hacer funcionar las industrias y las cocinas de las casas, por lo que literalmente la basura de algunos podía ser el tesoro de otros. Un triunfo de la imaginación sobre la lógica de la sustitución; actividad --la de imaginar, la de inventar-- en la que los cubanos llevan décadas sobresaliendo.


3.

En una entrevista, John Cage afirmaba que, bien mirado, no existían dos botellas de Coca-Cola iguales. A pesar de que la línea de producción las fabrique a razón de miles o millones, cada una es un objeto irrepetible, único sobre el mundo, cuyos átomos no son compartidos por ninguno otro, aunque su composición química sea la misma. Se trata de una manera de utilizar la atención, o mejor dicho, de no dejarla adormecer bajo la lógica de la semejanza y la sustitución. Con el incurable esnobismo que me caracteriza, se me ocurre comparar esta lógica con la operación de la presentadora japonesa de televisión, Marie Kondo, cuando aconsejana a los acumuladores compulsivos de objetos a dejarlos ir "con gratitud". 

Su programa, que gozó de alguna celebridad hace pocos años, trataba de una especie de terapia de limpieza extrema, donde las víctimas de cada episodio eran sometidas a una labor de revisión por esta mujer pequeña y entrometida que los orillaba a deshacerse de sus preciadas cajas, latas, recuerdos y colecciones de objetos con traumático valor sentimental, en pos de una pulcritud sólo alcanzada por los aparadores de las tiendas departamentales. Sin embargo, ese gesto de "dejar ir las cosas con agradecimiento" me parecía muy bello: no rebajaba los objetos en desuso a la categoría de cosa desechable e inmunda, sino que reconocía su valor pasado, y lo entregaba al basurero con la dignidad de un pequeño cadáver amado que se devuelve al ritmo de las transformaciones.


4.
Mientras escribo estas líneas, un par de hombres conversan de sus cosas a pie de calle mientras hurgan en los contenedores de basura en busca de botellas y cartones reciclables. Pero en esta ciudad ni siquiera esos hombres son libres de dirigir su propia explotación. Los pepenadores son dirigidos desde hace décadas por mafiosos que amasan obscenas fortunas a cambio de pagar miserables migajas a ejércitos de familias que tratan como carroñeros a sueldo. En marzo de este año un juez dictó orden de aprehensión contra uno de los más célebres señores de la basura, apodado nada menos que "Príncipe de la Basura", Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre (licenciado en derecho, por cierto), por el delito de trata de personas, explotación sexual y asociación delictuosa. En 2014, la periodista Carmen Aristegui develó que el también dirigente del PRI de la Ciudad de México utilizaba dinero público para obligar a mujeres a prostituirse para él. Pero hurgando un poco más en su historia, los crímenes del hijo palidecen frente a los de su padre, Rafael Gutiérrez, que recibía en vida el apropiado mote del "Rey de la Basura". 

Martha García, su esposa, lo mandó matar en 1987. Según ella, "la vida de Rafael Gutiérrez Moreno era inmunda, y la de nosotros, su familia, se había convertido en un infierno del que sólo la muerte podía salvarnos. Soportamos sus golpes y amenazas durante muchos años, pero la promiscuidad moral nos obligó a tomar la determinación de matarle. Todos planeamos la muerte de Rafael. Las dificultades fueron muchas y constantes con los pepenadores, a quienes, bajo amenazas de muerte, de golpearlos y correrlos de los basureros, les exigía que le regalaran a sus hijas. Era un degenerado. Estaba loco y era un enfermo sexual". La espeluznante crónica puede leerse aquí.

5.
De grande quería ser recolector de basura. Ahora mismo, de grande, preferiría abolir la noción de basura y participar de nuevas formas de vida donde nadie pueda enriquecerse a costa del sufrimiento de la gente más pobre, la que nace y crece en los vertederos a orillas del mundo. Porque todas las cosas terminan por ir hacia alguna parte y nada desaparece. Los desechos terminan en los bordes o conformando islas de plástico en medio del océano. La sociedad de consumo produce su propio ataúd, que tarde o temprano terminarla por consumirla a ella. Y no habrá nadie capaz de venir a llevarse la podredumbre bajo la que nosotros mismos habremos de sepultarnos.

lunes, 15 de marzo de 2021

Nadie nunca nada


Nadie se cura de nada.

Nada se cura de nunca, la vena

abierta se derrama para siempre

sobre la misma copa de cochambre.

 

Las sirenas de policía

entonan un himno nacional

de alaridos. Los escombros

de la ciudad son su semilla.

 

Es dura la cáscara de la desproporción.

Lo consideraron una broma

de mal gusto y nada más.

Algo que dicen los borrachos

 

o los enamorados cuando creen

que no los aman. Nadie pensó

que se lo tomarían tan en serio

y henos aquí. Comedia, drama

 

y rocanrol incluidos en el mismo

costo del boleto para el fin

de los tiempos, dos funciones

diarias, pregunte en la taquilla.

 

La hoja de visitas

está llena de dibujos obscenos.

Nadie se cura de nadie,

el primer amor y la primera

 

gripe siguen instalados

en el cuerpo siempre. Nadie

se cura de nunca. Tus ojos

de lija recorren las puntadas

 

del huracán que me extirparon.

En mis ojos

hay habitaciones vacías

y no se sirven más desayunos.

domingo, 6 de diciembre de 2020

"Coger, Casarse, Matar", de Amorak Huey

traducción de Javier Raya

 

Me puedes dejar y no voy a matarte.

Tener que decir eso es una locura,

pero soy hombre y este es el mundo.

Tal vez debí anotarlo en nuestros votos:

entre la salud, la enfermedad y todo eso,

lavaré tus tazas de café

y también la ropa si tú la doblas,

sacaré al perro cuando sea mi turno

y no voy a matarte,

ni a llenar jamás tu auto

con cemento fresco, que es algo

sobre lo que leí hoy: un hombre

despechado de que una mujer

no quisiera llevar su nombre.

Cuando nos casamos conservaste

tu nombre; algunos preguntaron

si no me molestaba. La gente

te decía que eras muy joven

y por tanto no entendías bien

cómo funcionaba el mundo. Por “gente”

es claro que me refiero a hombres.

No me quiero burlar

de estos seres heridos

que caminan entre nosotros

y dividen el mundo

entre Coger Casarse y Matar

que supuestamente es algo

divertido para romper el hielo

pero el mundo nos recuerda

una y otra vez que no hay

nada divertido al respecto, este

es el cristal color de vato

a través del cual los hombres miran,

aunque casi todos los hombres

que conozco quizás estén pensando

#NoTodosLosHombres, lo cual

no era el punto, puesto que no

se trata de un cálculo con ningún

margen de error. Por cada

hombre que te ama

existen once que te aman

e igual van a ir a tu trabajo

a dispararte en la cabeza.

Por cada cuerpo que tengas

existe un hombre dispuesto a poseerlo

por las buenas o por las malas.

Según cuenta la historia, Dios

pasó cinco días creando

este maravilloso lugar, sus cedros

y cañones y todas las garcetas

que emprenden el vuelo sobre

todos los humedales, y luego,

en el sexto día, creó

al hombre. Si Dios está leyendo

este poema seguramente también

está pensando #NoTodosLosHombres, pero

si Dios realmente lo ve todo y lo sabe todo

probablemente también esté pensando

Bueno, carajo, igual siguen

siendo muchos, está pensando

Por lo menos los pájaros salieron bien,

y eso tengo que reconocerlo,

aunque ahí afuera, justo

ahora, un hombre

esté pensando Matar a los pájaros,

casarse con los cañones, cogerse

todo lo demás. Este es el mundo

en el cual, de algún modo, tú

y yo nos encontramos lado a lado,

y en el que nos levantamos

cada mañana para honrar

la promesa de no lastimarnos

más de lo que ya lo hicimos.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Feliz cumpleaños / a mí


 

Feliz cumpleaños

a mí

feliz cumpleaños

querido fardo

querido fiordo

querido cuerpo

amontonado

con cavidades

y turbulencias

feliz cumpleaños

queridos huesos

queridas tripas

queridas mitocondrias

ebrias de adenosín

trifosfato

para gasolinar

el alma

plegada como gato

geométrico

en algún cartón

vacío

de mis axones

feliz cumpleaños

lucecita titilante

estrellita melenuda

que ardiendo

te consumes

sobre el pastel

de nunca

que los cumplas

feliz mano

izquierda hueso

húmero mano

derecha lumbar

adolorido

pulmón y pulmón

fuelle de gritar

sistema del aullido

feliz cumpleaños

neurosis paranoica

feliz cumpleaños

nombre propio

feliz cumpleaños

retrato hablado

de mi sombra

presencia

que me acechas

desde los espejos

protagonista

de mi drama

payaso de rodeo

carambola superyoica

feliz cumpleaños

señor don soltero

padre de dos

nieto de nadie

feliz cumpleaños

oh furia falso

dios de los resentidos

polvillo que ensucia

los engranajes

cerumen que angosta

el valor de las

monedas

que tintinean

en la bolsa

al caminar

como grilletes

feliz cumpleaños

precariedad laboral

feliz cumpleaños crisis

de la mediana edad feliz

feliz feliz cumpleaños

salpullido llanto

somatización

de la mirada

asedio

de lo real

feliz cumpleaños

hueco de la presencia

de la señora

que se retrata

vestida de su sonrisa

con rebozo de mar

feliz cumpleaños

debilidad de carácter

feliz cumpleaños

censo de fantasmas

feliz cumpleaños

sueño sin sueños

casa en construcción

arresto domiciliario

martillazo del hastío

feliz feliz cumpleaños

aritmética ajedrez

enroque de la suerte

ningún deseo

a la cuenta de tres

un pretexto acaso

para la risa

pero sin envoltorio

feliz cumpleaños

oh diosa que

no te apartaste

nunca

como tampoco

de Ulises

cuando pisó

las calles

de Troya

feliz cumpleaños

resto de mi vida

cavidad del tiempo

letanía o hato

de mis horas

pendientes

ya las espero

con ansias infantiles

con la curiosidad

del condenado

para ver si duele

el alma

cuando se la sopla

feliz cumpleaños

hijo de puta

que los cumplas feliz.

 

21 de octubre, 2020


miércoles, 29 de julio de 2020

Conferencia para fantasmas (fragmento de La rebelión de los negros)

Mi única experiencia docente transcurrió en un pequeño taller de escritura que impartí en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, un alma-mater-astra, lo más parecido a un lugar de formación para mí. Una convocatoria abierta en pos de la diversidad y la pluralidad dentro del espacio de las humanidades (o alguna cosa por el estilo) permitió que un comité aprobara, por razones para mí incomprensibles, el absurdo temario que propuse para un seminario a todas luces absurdo: el Seminario de Investigación Poética. 

Los pocos alumnos que asistieron a escuchar mis peroratas sobre lenguaje y poema, a los que daba la espalda para trazar sobre el pizarrón un complicado mapa de mis perplejidades, dejaron de asistir paulatinamente hasta que un buen día me vi de espaldas a un salón lleno de bancas vacías. No los culpo: cuando me permiten hablar, soy un hombre enamorado de su propia voz. 

Conversar me parece la improvisación de una pieza de jazz hecha de ideas, una respuesta musical del pensamiento, y para mí la boca es sobre todo un instrumento musical. Creo que no tengo la disposición heroica de los talleristas y profesores universitarios que enseñan escuchando a sus alumnos, atendiendo a la búsqueda de un conocimiento compartido y todo eso. Me convertí así en uno de los peores profesores (y de más corta estancia) que jamás hayan pisado la honorable Facultad, y atravesado con más idealismo que talento pedagógico las legendarias aulas donde aún se aparece, de vez en cuando, el legendario pornógrafo Huberto Batis. 

Fiona, mi última alumna, llegaba siempre tarde (el seminario duraba dos horas), y se iba siempre un poco antes de terminar, con una ensayada sonrisa, parecida a la de un transeúnte que ve a otro pisar caca de perro. Fiona fue el testigo de mis soliloquios sobre Derrida y el texto fantasma, sobre la antropología de los símbolos en El pez de oro de Gamaliel Churata, y me sentía como ese hombre muerto del poema de Vallejo al cual la humanidad entera le pide que se levante pero él no puede levantarse y, aunque está muerto, se levanta.
 
Llegaba, dejaba mis cosas sobre el escritorio, prendía un cigarro. El horario, si no mal recuerdo, era de 12 a 2 en sábado; era la hora en que estaba más o menos presentable, cuando los últimos estragos de la borrachera y la noche se hubieran aliviado detrás del combo de Alka-Seltzer con Gatorade, un caldo de birria y un par de cervezas. El arte de la cruda permitía que asistiera a mis clases como a la antesala de la siguiente borrachera (el alcoholismo está hecho de pequeños lapsos de interrupción a los que llamamos sobriedad), y algunos de mis primeros alumnos se fumaban un cigarro de hachís al fondo del salón mientras la fila más próxima al pizarrón se pasaba amistosamente un café con ron. 

El pináculo de mi carrera docente ocurrió un día cuando la hora de llegada de Fiona se retrasó más de lo habitual, y comprendí que todos mis estudiantes me habían abandonado. Leía sobre el escritorio un libro de Chuya Nakahara, llamado por sus editores “el Rimbaud japonés”, donde leía: “Hay una viga en lo alto de la carpa del circo. / Hay un columpio. / Un columpio casi invisible”. Ese día sin alumnos se me ocurrió dar una conferencia para un auditorio vacío, una conferencia que de ninguna manera podría salir mal, ni tampoco bien; puesto que me encontraba solo, podía detenerme tanto como quisiera en los pequeños detalles del pensamiento, en los materiales siempre pospuestos, siempre residuales, alejándome para volver y volviendo a alejarme, siguiendo el movimiento pendular de mi columpio casi invisible, como en un trapecio a miles de kilómetros del suelo. 

Por principio, me disculpé por el retraso. Me pareció conveniente esperar sólo para estar seguro de que efectivamente nadie iba a llegar. Luego comencé: me puse a exponer en voz alta, de modo que hasta los fantasmas de la última fila pudieran escucharme, mis más personales dudas acerca de la poesía al igual que las explicaciones que ensayaba para aproximarme al fondo de mi ignorancia, con total impunidad. En un arrebato pretencioso me acordé de Foucault, y entré en el tema de mi conferencia para fantasmas recordando cómo en uno de sus seminarios se refirió a la soledad del conferenciante: cada semana, durante su curso, Foucault está solo en su escritorio; su aula, a diferencia de la mía, siempre está llena, por lo que en ocasiones deben mover a los estudiantes al auditorio. La mesa del filósofo está tapizada de grabadoras con su girar monótono, registrando los breves intervalos de silencio del conferenciante, al igual que cada una de sus palabras. Durante dos horas, Foucault se dirige a su auditorio, llama a escena a Spinoza, a Kant, a Erasmo de Rotterdam, se enfrenta a un problema de traducción en el Simposio platónico, una pequeña monografía sobre los hábitos a la hora del baño en la historia de las Galias, los vericuetos de la democracia ateniense o la poesía del tiempo de Pericles. Transcurridos 120 minutos, el auditorio cobra vida, comienza a desentumecerse y los ojos se forman detrás de las nucas en fila ordenada buscando la salida. Algunos se acercan a recoger las grabadoras, musitando tal vez un rápido merci. En el auditorio, como en este salón vacío, hace calor y el humo del tabaco enturbia el ambiente. Hoy en día ya no se permite fumar durante las conferencias, pero si a alguien le molesta que fume no tiene más que indicármelo. 

Una pausa para retomar el discurso y tener la cortesía de esperar una interrupción que no llega. Eso pensé. Luego entro en materia. Hago un remix de Hegel, Heidegger, Bersani, Meschonnic, toda la artillería para acercarse al lenguaje en trapecio con los menores estorbos de la subjetividad, apelando a la lengua directamente para que ahí, en el vacío del salto, la lengua nos tome las manos mientras damos piruetas en el aire. Luego hablo de un concepto que empecé a trabajar en mi libro Ordalía, la noción del “desde dónde” como espacio en perpetua disputa, utilizando la metáfora del aeropuerto y el campamento en el desierto, los no-lugares de Marc Augé, las ruinas de María Zambrano: al igual que en estos sitios, uno no puede quedarse a vivir en el poema. Probablemente nunca hubiera hecho mención a un libro mío durante una clase o una conferencia por el más elemental pudor, pero al tratarse de una conferencia de nada —es decir, sobre la esencia de la poesía— frente a un auditorio de ausentes, podía permitirme incluso explorar reticencias como esta, improvisando una breve diatriba sobre el pudor como motor de la filosofía, el no sé qué que queda balbuciendo de San Juan y cfr. Elogio del pudor de Alessandro Dal Lago y todo eso. 

Un breve excurso y de vuelta a la elucubración: de lo que se trataba, finalmente, era de rastrear una genealogía de lecturas que hacían las veces de lengua materna. La lengua materna, para un poeta, está hecha de un puñado de metáforas fundamentales que se van desarrollando en diferentes direcciones a lo largo de la vida. Un puñado de momentos de lectura donde fuimos felices y a los que nuestra escritura trata inútilmente de devolvernos, como un país que visitamos de niños. Sobre todo: nuestra lengua materna siempre está por inventarse y se pierde a medida que se conquista, y en eso se parece a la sabiduría. O al tiempo, siempre un paso más allá de nosotros. El poema es lo que suple ese plazo donde aún no somos culpables, pero no somos del todo inocentes. Merodear el lugar del poema, el “desde dónde”, es una tarea gozosa que nos llevará toda la vida. La función de la inteligencia es explorarse a sí misma, parafraseando a Valéry. 

Los fantasmas desfilaban frente a mí para adoptar nuevos puntos de vista, interrumpiendo mi exposición con preguntas siempre adecuadas y pertinentes, o francamente demostrando los puntos en que mi argumentación caminaba sobre hielo delgado. Enrique Lihn hacía una broma y todos se reían, o nos acordábamos de un pasaje especialmente descarnado de Artaud y todos quedábamos en silencio durante un par de minutos. 

Comencé a sentirme incómodo dentro del propio salón, ejerciendo de conferenciante y auditorio. Resolví dar por terminada la sesión. Para concluir, recapitulé sobre las intenciones de la conferencia y la medida particular en que había decidido fracasar en esta ocasión: la aventura es el fracaso, porque nos es imposible equivocarnos dos veces de la misma manera. La sarta de tonterías que salían de mi boca, además, me hizo comprender por qué una conferencia para fantasmas verdadera tendría que haber sido dictada por un fantasma y no por un tipo solo y patético como yo. 

Mientras caía en cuenta de que debí haber dado por terminada mi perorata hace 15 minutos, escuché un celular sonando en el pasillo, la conocida melodía de Francisco Tárraga que suena por defecto en los celulares de Nokia. Escuché la voz de Fiona diciéndole a su madre que la clase se había extendido un poco, pero que iría en cuanto terminara. “Sí, mamá, tengo que colgar”. Luego de esto, Fiona entró y dejó sobre el escritorio un poema suyo que discutimos la clase pasada, con las correcciones que le sugerí. Le agradecí y me sonrió, como siempre, con una mueca impersonal. Tenía el cabello la mitad rosa, la mitad azul. Era delgada, morena, chaparrita, y no escribía mal. Si tuviera 19 años la invitaría a salir, pensé. “Gracias”, me dijo antes de irse. Esa fue la última vez que pisé la Facultad.

miércoles, 1 de mayo de 2019

"Viva por los que cayeron: la huelga de la seda de Paterson, 1913", de Martin Espada





¡Viva por los que cayeron! 
¡Y por aquellos cuyas naves guerreras se hundieron en el mar! 
¡Y por aquellos mismos que en el mar perecieron! 
¡Y por todos los generales vencidos! 
¡Y por todos los hé roes derrotados! 
¡Y por los innúmeros héroes desconocidos, iguales a los grandes héroes conocidos!

I. La bandera roja

Los periódicos dijeron que los huelguistas iban a izar
la bandera roja de la anarquía sobre las fábricas de seda
de Paterson. En el comité de huelga, un ayudante de teñidor
de Nápoles se levantó como de entre los vapores de su oficio,
alzó la mano y dijo aquí está la bandera roja:
manchada hábilmente con la tintura para las corbatas de moño
y los pañuelos, la piel y las uñas hervidas
por seis dólares a la semana en la fábrica de teñido.

Se sentó sin decir otra cosa, volvió a hundirse
entre los vapores, su nombre y su rostro desgastados
por el pulgar del olvido como una moneda romana
excavada de la tierra del origen
luego de mil años, mientras los huelguistas
gritaban el único halago que habría de escuchar en su vida.


II. El río inunda la avenida

Él era el otro Valentino, no el jeque romántico
y torero de los palacios de películas mudas que murió demasiado joven,
sino Valentino al pie de su joroba observando detectives
contratados por los esquiroles de la empresa rumbo al tranvía
y un coro de huelguistas bramando la palabra proscrita scab [costra/esquirol].
Él no era ni huelguista ni esquirol, pero la bala que dispararon para dispersar
a la multitud rompió el corcho del barril de vino en la espalda de Valentino.
Su cuerpo, pálido como las alas de una palomilla, tendido junto a su gorda esposa.

Dos caballos de velo blanco llevaron el carruaje al cementerio.
Veinte mil huelguistas caminaron tras la carroza fúnebre, inundando
la avenida como el río que ilumina las fábricas, llenando los zurcos
entre las tumbas. Sangre por sangre, gritó Tresca: a su señal,
miles de manos lanzaron claveles rojos y listones
a la tumba, hasta que el ataúd se evaporó en un océano rojo.


III. Los insectos en la sopa

Reed era un hombre de Harvard. Escribió para las revistas de Nueva York.
El Gran Bill, el organizador, le puso encima a Reed el único ojo que tenía
y le contó de la huelga. Se quedó en el pórtico al otro lado de la fábrica
para escapar de la lluvia y escuchar a las hilanderas. Los de abrigo azul
le dijeron que siguiera su camino. El hombre de Harvard quiso ver los nombres
adheridos al número de las placas, y los policías trataron de desatornillarle
los brazos del cuerpo. Cuando el juez le preguntó su oficio,
Reed respondió: Poeta. El juez dijo: Veinte días en la cárcel del condado.

Reed era un hombre de Hardvard. Les enseñó canciones de Harvard a los huelguistas,
las melodías para cantar con palabras rebeldes a las puertas de la fábrica. Los huelguistas
le enseñaron cómo encontrar los insectos en la sopa, hablando en lenguas
sobre el evangelio de la One Big Union y la jornada de ocho horas,
atiborrando la cárcel hasta que los carceleros agotados abrían los cerrojos. Reed escribiría:
Hay una guerra en Paterson. Luego de que terminó, se fue cabalgando con Pancho Villa.



IV. La pequeña agitadora

La policía montada cabalgó contra la trinchera.
Las hilanderas levantaron las manos sobre sus rostros,
manos que conocían el telar como las manos de sus padres
conocieron el telar, y los garrotes les rompieron los dedos.
Hannah tenía diecisiete, capitana de la trinchera,
la Juana de Arco de la Huelga de la Seda. El fiscal la llamó
pequeña agitadora. Qué verguenza, dijo el juez; si volvía a la trinchera
se encargaría de mandarla al Hogar Estatal para Mujeres de Trenton.

Hannah salió de la corte y fue a manifestarse a la fábrica. Persiguió
a un esquirol por la calle, gritándole la palabra en yiddish
para vergüenza. De vuelta en la corte, abucheó el veredicto del juez
para otra huelguista. Hannah obtuvo veinte días en la cárcel por abuchear.
Cantó durante el camino a la cárcel. Luego de la huelga vino la lista negra,
el golpe a la dulcería de su esposo, las palabras para vergüenza.

V. Viva por los que cayeron

Los huelguistas sin zapatos pierden las huelgas. Veinte años después, las hilanderas
y los ayudantes de teñidor regresaron sin ojos al telar y al vapor,
Mazziotti dirigió la marcha de otros trabajadores textiles por la avenida
en Paterson, cantando las viejas canciones sindicales sobre cinco centavos más por hora.
Otra vez las macanas de la noche rompieron pómulos como tazas de té.
Mazziotti apretó ambas manos contra su cabeza, exprimiendo los listones rojos
de su cráneo. No habría níquel de búfalo por hora de trabajo
en la fábrica, por la seda de corbatas de moño y pañuelos. El cráneo
recordaba el madero.

Los sesos regados contra la pared del cráneo también recordaban:
los Hijos de Italia, el Círculo de Trabajadores, el Local 152, los Trabajadores
Industriales del Mundo, Gran Bill el Tuerto y Flynn la Muchacha Rebelde
hablando en lenguas a miles sobre la profecía de una jornada de ocho horas.
El hijo de Mazziotti se convertiría en médico, su hija en poeta.
Viva por los que cayeron: pues ellos se convirtieron en el río.

Versión de Javier Raya





miércoles, 19 de diciembre de 2018

Cuando muera, espero que hablen de mí, de Camille T. Dungy

publicado originalmente en The Rumpus


Cuando muera, espero que hablen de mí

como hablan del presidente recién
fallecido que supervisó el bombardeo
de incontables niños. Los periódicos hoy
recuerdan a su amada nena de 3 años,
a quien aparentemente esperaba encontrar
cuando llegara al cielo. Espero
que exista un cielo suficientemente grande
para que quepan todas las almas, incluso
el alma de un hombre que fue padre de un hombre
a quien algunas de nosotras consideramos el peor
de los hombres. Todos cometemos errores.
Siempre habrá, nos enteramos, como todos terminamos
por enterarnos, un hombre incluso peor que tomará
el puesto. Yo ni siquiera sabía que el tipo tenía
una hija. Cuando respiraba todo lo que escuché
era hijo, hijo, hijo. Pero ahora su pequeña niña
encabeza los titulares, y tengo que buscar mucho
para encontrar notas acerca de cómo le dio 
la espalda a los chicos amontonados en los enclaves
gays de las ciudades de Estados Unidos. Muchas mujeres
negras murieron a causa del mismo descuido, Dios, recuerdo
que las noticias solían hablar de bebés, su sangre saturada
de sufrimiento. Pero no hoy.
Hoy los periódicos ni siquiera pueden hablar de su guerra
sin retratar ese fracaso, a su vez, como el precio de la paz.
Así que, por favor, cuando yo muera, olviden todos los incendios
que provoqué. Olviden las muchas formas en que los mutilé,
los ignoré, me reí en sus caras. Digan que mi meta
era, era después de todo, era, tal vez, una paz
más allá de toda comprensión. Digan que amé
a una niña desesperadamente. Su fantasma me persiguió
toda la vida. Escuché a esa niña muerta
mi niña llorando, interminablemente, por todo
el planeta. Recuerden eso.



(Versión de Javier Raya)