domingo, 28 de noviembre de 2010

Tijuanínsula, 2

Tardo meses en retomar la crónica de mi única visita a Tijuana. ¿Qué hay que decir de un viaje? Escribir un viaje se contrapone un poco a la idea del viaje mismo: fijar lo móvil. Repaso las notas de septiembre en Tijuana; me forzo a imaginarme de nuevo en esa piel que fui, a ser yo mismo -otro siempre- en circunstancias irrecuperables. ¿Y no ha dicho Agamben que el espacio del pensamiento es precisamente la ipseidad (ipsum) a diferencia de la identidad (idem)? Si algo pudiera rescatar todavía de esa memoria reciente sería la memoria misma como ejercicio de arqueología textual sobre mi caligrafía de sismógrafo. And off we go.

La primera noche me recibieron Norambuena y Yohanna en el aeropuerto. Hacia mucho frío. Luego de prender un cigarro ya en el exterior lo primero que recuerdo es la valla fronteriza. Ni con todos los días que estuvimos viviendo a 10 minutos de la frontera puedo quitarme la imagen de esa valla como símbolo vacío, es decir, desde su presencia más inmediata, no límite político sino objeto puesto ahí como desde siempre, con una extraña aura de tufillo histórico, como un monumento a un prócer sin nombre.

Salimos, bebimos, bailamos. Tijuana es generosa. Con todo, me asalta un sentimiento de peligro que no se irá mientras permanezca. Siento que seré apuñalado en cualquier momento --sentimiento extraño en mi carácter poco dado a la paranoia. Me explico. Entiendo la paranoia como una excesiva identificación del yo con el self, un desmesurado apego a lo uno mismo. En el DF puedo funcionar más o menos conforme al ritmo de la ciudad, a su respiración, a su movimiento. Sé dialogar con el "peligro" de la ciudad, del centro del país. Durante un viaje, en mí por lo menos, esa velocidad se desestabiliza para entrar en otro ritmo; el correlato de ese ritmo es una sensación constante de otredad, nutrida del desfase entre la percepción del yo y su velocidad y el reacomodo ambiental al que violentamente se ve sometido, además de la mitologización -no siempre exagerada- de la inseguridad y violencia en el norte geográfico que, curiosamente, se ve reflejada por la percepción que tiene la gente de acá arriba de las ciudades de allá abajo. Ese reacomodo de ritmos y fantasmas tenía los rasgos, la primera noche, de un cabaret lleno de gente bailando.

Las primeras imágenes tijuanenses son de encuentros y reencuentros afortunados. En el cabaret me topo con Yax, con Aurelio y con David, además de un nutrido grupo que con los días se volverá entrañable. No lo son aún y estoy cansado. Mucho. Pero es 16 de septiembre por la madrugada y hay un travesti personificando a Ana Gabriel, así que la cosa va de carnavalización.

Ese estado de excepción no durará mucho. Mediante el delirio nos independizamos de la moralidad y de la lógica de corrección en términos políticos, pero hasta Breton entendía que no se puede transigir siempre frente a la posibilidad de los hermosos sacrilegios: la labor de la obscenidad es precisamente sustentar la estabilidad del sistema. La metáfora de la válvula de escape aplicada a Tijuana, de más está decirlo, le es insuficiente. No es así de simple: Tijuana no es el lugar de lo prohibido donde la gente va a hacer cosas que no se atreve en otro lado. Pero su velocidad particular es tan extraña que me desfaso más y más, lo que aunado a la sensación de que no debería estar aquí, de lo inesperado y dudoso de la invitación para hacer este viaje, hacen, por así decirlo, que mi conciencia camine como una tenue sombra de mi cuerpo casi maquinal. No quiero bailar pero no hay donde sentarse. Veo siempre a las multitudes como un accidente, un flujo; una multitud así de autoconsciente en su ser-multitud me abruma, aquí, en el DF y probablemente también en China. Me quedo dormido a ratos, moviéndome torpemente sobre la pista, mientras la cerveza gana temperatura en la mano y escucho cada vez con mayor dificultad la poca plática que los demás le hacen a un yo tan aburrido como el mío.

Por la mañana, un pequeño estante de libros en el hostal. Encuentro The best american essays 1995, seleccionados por Jamaica Kincaid, que llevaré conmigo al DF. Dedico la mañana a leer "The necessity of poetry" de Charles Simic y a observar la frontera desde el quinto (¿sexto?) piso. Escribo "la tierra es del mismo color a ambos lados", como si se pudiera decir algo en dudosísima clave poética frente al hecho mismo del muro, de su presencia indudable. Pero no hablo desde mí entonces; no veo desde yo en esa ventana. No es yo quien escucha el puro abrir y cerrar de puertas, el hormiguero de gente que ha venido al encuentro (decir "de escritores" es exageración en algunos casos) despertando pasado el medio día y las voces apagadas colgando zumbidos de las paredes como colmenas. No sé quién es el yo que habla. Entra H.H. Me habla sobre una novelita de Jamaica Kincaid, llamada Autobiografía de mi madre. La buscaré semanas después sin éxito, pero en su lugar, Rojo me pasará un texto interesante de la universidad de Harvard donde Kincaid expone cierta radicalidad en la lectura de la lírica hip-hopera. Pero entonces estoy en el cuarto, desvelado, crudo y con muchas presentaciones y lecturas qué hacer. No me han traído por pura amabilidad, así que hay que levantarse y entrar al trajín del hostal. Me da pena hablar. Conozco a pocos.

Escribo:
Es como si hubiera olvidado todo lo que se supone que sé; como si tuviera otra vez 15 años y estuviera por afrontar otra vez la destrucción de algo como una base cuyo resultado fui en un momento yo mismo.

Y después de la primera lectura pública:

...Mavi me dijo que esperaba que leyera algo como lo del espacio escultórico. No tengo idea de qué hago aquí. Estoy en un estado de subjetividad primitiva que no motivaré con ninguna sustancia. Oportunidad privilegiada para asistir a la eclosión del yo.

No hay comentarios :

Publicar un comentario

mis tres lectores opinan: