viernes, 28 de enero de 2011

Helicópteros

Frente al colegio había un campo de futbol americano donde cada miércoles nos llevaban para la clase de educación física. Ese miércoles, sin embargo, el campo amaneció lleno de camiones de bomberos, patrullas y ambulancias. Al salir de clase, mi madre me contó que un helicóptero había intentado aterrizar sobre el campo, pero fuera por una corriente de aire mal calculada o la impericia del piloto, el helicóptero chocó de lleno contra una de esas H enormes —a las que desde la ignorancia llamaré "porterías"— y se hizo añicos como una mosca en una licuadora.

La historia estuvo fresca muchos días. De las versiones oficiales, si las hubo, no recuerdo ninguna, pero recuerdo una broma muy común por entonces: antes de cruzar la calle, fíjate a la izquierda, a la derecha y hacia arriba. Hasta entonces comencé a ver los helicópteros como algo "real", no sé si me entiendan. Uno ve un helicóptero sobre la ciudad —siempre precedido por su tableteo de aspas— y lo mismo podría ser un ángel o un concepto en la inmaterialidad que le confiere la distancia a todas las cosas, como el horizonte mismo. Y aunque no haya visto (o no lo recuerde, lo mismo da) ese nudo de acero retorcido sobre el campo quemado, imagino la chatarra y toda esa ruina de violencia como algo sumamente amenazador que debió imprimirse en mi imaginación infantil y persistir hasta ahora.

Hace unos meses escribí: "cuando escucho un helicóptero me gusta pensar que por fin me encontraron". Hay algo de siniestro en ello. Podemos pensar en los helicópteros de las películas, lo más cerca que muchos estaremos jamás de esos aparatos; esos helicópteros suelen ser utilizados por policías en pesquisas a toda velocidad, o por el malvado magnate que rapta a la chica y suelta un pequeño discurso para el héroe que queda frustrado e impotente viendo cómo la libélula de hierro se aleja por el aire. (¿Escribí en serio "libélula de hierro"? Vaya cursilería. Imaginen que escribí "pterodáctilo". Gracias.) Al final de otras películas, cuando la hazaña se ha completado y la policía llega (como los testigos o el pueblo en los relatos de Berceo) sólo para dar fe del milagro, no suelen faltar helicópteros que aporten drama a la escena, con sus luces que contagian el ambiente de una sensación teatral y ese ruido demencial que, paradójicamente, al opacar los demás sonidos hace que todo parezca sobreexpuesto.

Es el efecto de "descubrimiento", o, ¿cómo decirlo?, de exposición en sentido judicial lo que suele fascinarme de los helicópteros. No es difícil creer que al ver un helicóptero el helicóptero puede verlo también a uno. Para aportar a esta hipótesis podemos traer a cuento el sentido fotográfico de "expuesto", y más: sobreexpuesto: algo que de tan visible pierde visibilidad, porque lo visible debe estar en un punto medio que nos permita contrastarlo, de otro modo desaparece. Me vienen a la cabeza los velociraptors de Jurassic Park: nos cazan en parejas, con ruidos amenazantes pero con sigilosa precisión; cuando escuchas el helicóptero, así como al dinosaurio, ya es demasiado tarde para escapar, estás en el rango donde puede ejercer el filo de sus armas, nace en ti la conciencia de ser cazado, de perder humanidad súbitamente: de ser presa.

No pensamos en el piloto, claro, en que hay un piloto dentro del aparato, pensamos en una mosca gigantesca, un monstruo o una nave espacial que se dirige por sí sola sobre el aire a voluntad, como un animal o pájaro (que no es lo mismo). Desde los aviones uno puede apreciar con perspectiva lo poco que se levanta la orgullosa civilización humana sobre la Tierra; pero desde la tierra, desde donde los aviones son aún más inmateriales y son casi nubes reflejando un pedazo de sol, los helicópteros están como en un punto medio: ni tan altos como ángeles o aviones ni tan amenazantes y cercanos como autos. Los helicópteros viajan en un limbo, en una zona de indeterminación. Son los únicos que se disputan ese territorio, opaco en la teoría aunque transparente, entre la ciudad y el cielo, los polos real y metafísico.

Debo traer nuevamente la palabra "ángel" por su pertinencia para el caso: mediadores entre dos realidades, mensajeros en la mitología cristiana, los ángeles pueden participar de la presencia divina (lo alto) e intervenir en los asuntos humanos (lo bajo, claro.) ¿Pero cuál es el lugar propio (locus) de los ángeles? Habría que preguntarle a Maimónides, pero mi posición relativa al librero requiere un esfuerzo que no me siento capaz de realizar.

Tal vez esa misma indolencia propia de mi personalidad sea lo que les confiere a mis helicópteros su carácter amenazador. No hace falta haber leído a Paul Virilio (aunque ayuda) para comprender este desfase entre velocidades relativas. Un punto inmóvil que funciona como perspectiva (yo, frente a mi mesa de trabajo) y un punto evanescente, ruidoso y veloz que relativiza la posición del punto inmóvil —el helicóptero que cruza tal vez sobre la colonia Del Valle y de pronto, como si nada, pasa de la delegación Coyoacán a la Benito Juárez y se pierde sobre el cielo acotado de la delegación Cuauhtémoc—, y le otorga por su propia velocidad el sentido de su inmovilidad, así como esos ángeles —no temamos ir demasiado lejos— en el canto xxxi de la Commedia le dan a Dante la perspectiva de su inmovilidad relativa frente al baile frenético, ballet de helicópteros, que precede la aparición de dios mismo.

De pronto el asunto recuerda a la famosa carrera de Aquiles y la tortuga. No ahondaré en ella porque es de sobra conocida y porque, de nuevo, me invade una pereza invencible. Y se me ocurre esa otra velocidad, más "veloz", si se perdona la rudeza de la construcción, que es casi como la instantaneidad en física teórica, si he comprendido bien. Al apuntar con el pensamiento a los ángeles de Maimónides o de Dante, los traigo a escena en este texto sobre helicópteros, pero al no traerlos en los mismos términos en que son caracterizados por sus ilustres autores allá, observándome desde el librero que se me antoja de pronto en otro país muy lejano, los modifico, produciendo entre su presencia aquí y su presencia allá un desfase, que se parece justamente al punto medio donde hemos ubicado a los rapaces helicópteros. Su presencia impresa allá, como libros, pero aún más en mi memoria como referencias, como imágenes, les aporta la posibilidad y la utilidad de su presencia aquí, en este texto, para hacer de improbable símil de un aparato moderno —aunque de origen renacentista si recordamos los bocetos de Leonardo sobre helicópteros, o si vamos un poco más atrás en el tiempo, con aquellos frisos de Abydos que fascinan a los ufólogos aficionados que creen advertir sobre una pared de miles de años de antigüedad las formas de un cohete espacial, un barco sin velas, y claro, un helicóptero pintado o tallado en piedra, no recuerdo con exactitud.

Y de pronto hemos llegado al día de hoy con el tema egipcio. Me entero que el gobierno ha cercado electrónicamente el país, el tráfico de Internet ha caído súbitamente de la noche a la mañana y no se sabe bien a bien qué pasa en Egipto mientras escribo esto. Será que yo no sé qué pasa, pero la Revolución se está retuiteando mientras tanto: la situación está sobreexpuesta en sentido fotográfico: el cerco de noticias es tal que no podemos saber con precisión qué ocurre ni por qué, en la red egipcia o en sus calles, tan poco distantes geográficamente de esos molinos de viento que se han confundido inverosímilmente con naves espaciales y helicópteros.

Leer estas noticias es como participar de la velocidad de vigilancia de un helicóptero sobre una ciudad que ha quedado cubierta de niebla: creemos pasar sobre ella y abarcarla rápidamente, pero en realidad no vemos nada. El piloto del helicóptero tampoco ve mucho de lo que está bajo el aparato. Es poco probable que pueda participar en una escena voyeurista aunque pase rozando las ventanas de los edificios más altos de la ciudad; no tiene a su favor la presencia invisible en la noche de los binoculares del voyeur y tiene además en contra el escándalo de su helicóptero, de cuyo control no puede permitirse distracciones.

Quién sabe si aquel helicóptero estrellado de mi infancia no estaría tripulado por un grupo de voyeurs ricos con cámaras de potente zoom; tal vez le muestran al piloto un negativo de la pareja del piso 36 —ya que este equipo llevaría por fuerza un estudio de revelado portátil, con un cuarto oscuro y sales de plata en contenedores que soportaran el vaivén del vuelo—; este se distrae un segundo con la imagen y otro helicóptero pasa rozándoles el fuselaje; el piloto vira a tiempo para esquivar la embestida pero el cielo se ha hecho muy pequeño de pronto, y al abandonar su estudiada trayectoria aparecen más y más helicópteros como parvadas de moscas delatadas apenas por un par de luces, azules y rojas. El piloto querría perder altura para ganar control, pero es demasiado tarde: no ha visto la gran H —que desde la ignorancia llamé "portería"— con la que la cola ha chocado ya, y las hélices posteriores han salido disparadas, así como la mayor parte del grupo de voyeurs millonarios, y el helicóptero entra con toda su velocidad y sus toneladas a cuestas sobre el campo desierto.

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