domingo, 4 de septiembre de 2011

Iniciales

, Hay que escribir sólo para forzarse a escribir. La musiquilla, este pataleo de teclas, este ronroneo. Hay algo animal a respecto de los dedos cuando se escriben: hacen formas modestamente salvajes, como pulpos o arañas. Obvia, la imagen, pero es cierto. Algo inicia siempre cuando se escribe, aunque no importe. Escribo, hoy, porque no tengo nada que decir. Pero hacerlo es sumamente importante.

, Leo un cuaderno del 2009: quise mucho a E. Me dolió mucho que nos distanciáramos. Hay muchas iniciales en mi cabeza estos días: toda la falta que me hace D.; todo lo irreparable que quedará con M.; todo lo que odio a la otra M.; los textos que quiero comentarle a R.; los encargos secretos de C. que me emocionan y para los que no hallo tiempo. E.T.C. En este sentido, no seré nunca un hombre de letras; a lo mucho, de unas pocas iniciales.

, En el 2009 vivía donde me dejaban quedarme. Pocas veces me faltó de comer, pero a veces me faltó. Tenía miedo, pero no sé a qué. K. fue decisiva en ese proceso. Ella, la Woolf, y P. Ese año escribí en casa de G. Por los rasgos una bayoneta, cuyos ejemplares acabo de recibir esta misma semana. D. me ayudó a corregirlos. Oye: nos quedó bien. Gracias.

, Hoy terminé de releer El proceso, donde, justamente, el protagonista es una inicial. Recuerdo de cierta carta de Kafka donde dice que un libro no debe darnos felicidad, sino algo así como un golpe en la cabeza. Lo recuerdo espontáneamente, a cuento de nada. Esta relectura fue sustanciosa porque pude corroborarla con los comentarios de Elias Canetti sobre la correspondencia de Kafka con Felice Bauer; el germen de El proceso está ahí, en ese otro proceso de verse no como agente de la propia vida, sino como confluencia de las determinaciones externas. Una vida como un accidente.  De tránsito, claro. Como Ch. que llega y me reclama alguna cosa. ¿Qué manía de vivir con gente? Había sido un fin de semana tan pacífico. ¿Preferiría a la señora Grubach? Sin duda no. Pero hasta ahora había honrado ese dictum kafkiano este domingo de lluvia:

"No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera. Pero ni siquiera esperes, quédate completamente quieto y solo. Se te ofrecerá el mundo para el desenmascaramiento, no puede hacer otra cosa, extasiado se retorcerá ante ti." [Aforismos, apéndice a 109.]

, Así, muy quieto y muy solo me quedé todo el día frente a mi mesa, con valientes irrupciones en la cama sólo para estirar la espalda un poco. El mundo no se me reveló ciertamente, pero cumplí con mi parte. Tal vez mañana. ¿Escribir no es estar a la espera, a disponibilidad, como ponen en las cartillas militares, sencillamente, a que tal vez mañana ocurra en esta misma mesa algo de la talla de un ofrecimiento? ¿Que, si uno hace su parte y se pone en su mesa, el mundo, o tal vez algo más modesto, una huella o inicial, se ofrezca frente a nosotros?

, Lo de estar muy solo realmente no fue tan exacto: desde hace días vienen cuatro o cinco albañiles a hacer reparaciones por todas partes. Le conté a F. la historia de la señora Winchester, que, temiendo que los espíritus de los muertos por el fatal invento de su esposo vinieran a cobrarse con ella, por consejo de una bruja tenía día y noche a gente en su casa haciendo reparaciones. Una noche particularmente lluviosa, como esta misma en DF, aunque la de ella ocurriese en Texas, creo, los obreros tuvieron que suspender las labores nocturnas y la señora Winchester murió. Pero a diferencia de ella, mi carácter me lleva a preferir mil veces a los fantasmas que a las personas; al menos aquellos son infinitamente sutiles en sus, así llamadas, manifestaciones, mientras que estas otras no hacen sino manifestarse. Sí: espontáneamente me siento más cerca de los fantasmas que de las personas, por la sencilla razón de que su manera de estar es un no estando en voz alta.

, A sugerencia de E. de G. le di la plaquette a D.H., con singular vergüenza. Hace un par de años, Raúl Zurita se decepcionó modestamente, o simplemente se sonrió decimonónicamente, cuando le dije que no había publicado aún en forma de libro. Se decepcionó porque fue más como salir de su radar antes de haber entrado del todo. Ese mismo día conocí a J., mi querida abuela, quien me regaló su libro apenas conocerme. Secretamente creí desde entonces que había que escribir libros sólo para regalarlos. Ayer le di una plaquette a S. y me sentí tranquilo de que no pidiera dedicatoria. Una cortesía muy rara opera en ese ritual. Una vez lo discutí con C., en un parque mientras bebíamos whisky en botellas de agua mineral: ¿se debe leer la dedicatoria en presencia del autor o no? Hay dedicatorias medio forzadas, cabe aclarar. V. descubrió una hace poco en un librito mío de JEP, por ejemplo. Aunque las hay gratas y abundantes, como las de Y. La que le hice a D.H., ruborizado y bajo una lluvia aún más feroz que esta, que ya escampa, decía "Tenga piedad", pero lo que quise decir fue "misericordia." La diferencia es que la piedad es el trato con lo otro, lo cuál, como gran lector, encontrará acaso aburrido con mi librito, pero no problemático; y la misericordia, en cambio, es en primera instancia una apelación al sufrir compartido, a la compasión, a decir "mire que fue lo mejor que pude hacer. Sea benévolo. No me condene tan pronto." Aunque, como vemos en el caso de Josef K., la condena depende de cuántas cosas ajenas a nosotros. Yo me ahorro el proceso, gracias: soy culpable de mi librito.

, M.P. me dio una excelente noticia esta semana: viene pronto J.K. (¡vaya respondencia!) y podré hablar con él. Creo que hace mucho no estaba genuinamente feliz por conocer a alguien que sólo he leído, y con cuánto gusto.

, A veces siento que escribo como personaja de Jane Austen, pero ebria.

, F. me pidió El libro de Pixie, para una posible reedición. El único ejemplar que tuve se lo di a N. recién conocerla. No me arrepiento, como sí debería de tantas otras cosas respecto a ella.

, Madre me pidió que fuera a misa, o "que la viera por Internet." Le respondí que leería, en cambio, algo de la  Biblia. El problema es que mi libro favorito de la Biblia siempre ha sido Job, lo cuál es muy apropiado después de una semana kafkiana (este aroma perenne de barniz y pintura, como el estudio bochornoso de Titorelli...), así que siento que no he cumplido del todo con su encargo. Ir a misa siempre me ha parecido (y digo "siempre" con conciencia del tiempo: dejé de acompañar a mis padres a la iglesia para quedarme a jugar Super Nintendo) aceptar de antemano la culpa de algo. El algo, claro, es el pecado original. Y el constructo teleológico llamado Dios sabe que no soy una persona lo que se dice "buena", pero no ha sido defecto de fabricación: si me he ido pudriendo fue por un esfuerzo constante y razonado.  Por ello siento que no he cumplido con el encago de Madre: en vez de ir a sentirme culpable en público me quedé a ser feliz en privado con mi biblos favorito del Antiguo Testamento. No puedo evitar sentirme un poco como Leopold Bloom ante su madre. Él sí que estaba podrido.

, Pasarme por la facultad me dejó en un estado inconveniente por varios días. Esta especie de conciencia de que no me doctoraré nunca, y de que eso debería ser malo. De que debería sentirme mal por algo. Pero desde entonces puedo leer lo que yo quiera: incluso me descubrí leyendo hace unos días una antología de sociolingüística simplemente porque algo me interesó siempre de ahí. Pero pude también repasar un pequeño manual de métrica árabe para mi traducción de Adonis; pude releer Soledades en soledad, y no en un salón lleno de gente; pude sobre todo ver un par de películas de Woody Allen y leerme dos libros de Vila-Matas en absoluta paz. ¿En serio necesito doctorarme? ¿Necesito aprobación para escribir lo que yo quiera? Madre, debo confesar que he pecado de soberbia: en mi escritura me exijo mucho más de lo que me exigirá nunca ningún doctorado.

, Estoy aprendiendo latín por mi cuenta para traducir unos poemas puercos de Catulo, además de las Heroidas de Ovidio, que me contentaría con poder leer en el original, porque la traducción del maestro Alatorre es maravillosa. Nunca disfruté latín en la facultad, con todo lo que M. y P. se esforzaron en hacerme entender las declinaciones. Ya entendí: simplemente no tenía una buena razón para aprenderlo. Tuve una buena razón para acercarme al francés, en cambio: Rimbaud y Mallarmé. Al italiano: Dante y Leopardi. Al portugués: Pessoa. Al alemán: Hölderlin, Rilke. Pero al llegar a la facultad conocía de literatura latina sólo la Epistola a los Pisones de Horacio, el discurso de la amistad de Cicerón y un par de libros de la historia de Roma de Tito. No me habían ocurrido las Heroidas, esa obrita brutal, con ripio y todo. Quisiera leer la carta de Briseida a Aquiles en el original. Quisiera leerla con D., en latín, en español, en lo que sea. Es más que suficiente razón.

, Odio esta casa. Odio a la gente. Jack White: I got moving on my mind.

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