jueves, 12 de diciembre de 2013

Don Nadie

En la FIL de Minería del 2010 (donde participé con esta lectura sobre lo que por entonces entendía respecto a la poesía mexicana de mi "generación"), tuve la oportunidad de charlar con el poeta chileno Raúl Zurita. Amable, sabio, bidimensional a causa de la enfermedad, me preguntó si había publicado algo de mi trabajo en forma de libro. Le respondí que sólo había publicado en mi blog, en revistas y periódicos --poemas sueltos, sobre todo, y que no estaba demasiado interesado en publicar libros impresos. Escuchó pacientemente mis razones, que en realidad no eran tales, pues supo ver el miedo de fondo que las motivaba. "Es bueno hacer libros de vez en cuando", me dijo, "para regalárselos a los amigos, para compartir."

Al año siguiente, aparecieron con mi nombre tres colecciones de poemas, que podemos llamar libros sólo de manera referencial: el primero fue El libro de Pixie, una colección de poemas eróticos editado con mucho amor por mi amiga Zaria Abreu en el fugaz proyecto Torre de Babel. El tiraje constó de 50 ejemplares, mismos que se vendieron el mismo día de su única presentación, en un centro cultural de la ciudad de Puebla --el mismo día, por cierto, en que salieron de imprenta. Yo me quedé con uno solamente que le regalé a una mujer que no lee poesía ni lee, por otra parte, nada en absoluto.

Por los rasgos una bayoneta, editado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, apareció dentro de la colección La Ceibita. Fue el sexto título de dicha colección, y cuyo tiraje de seis mil ejemplares me sigue pareciendo excesivo. Sin embargo, tuvo la fortuna de llegar a muchos más lectores de los que yo hubiera esperado, además de permitirme leer esos poemas en los más diversos foros del país. Sigo considerándolo un fragmento en el sentido en que los doce tomos de los Fragmentos de Marco Aurelio (mal traducidos como Meditaciones) son acumulaciones de una obra no inconclusa sino inacabada de origen, de lo cual la modesta plaquette amarilla refleja sólo un 20% o menos del borrador del mismo título, terminado en 2009. Sin embargo, la diligente pericia de Mónica Nepote, por entonces al frente de la dirección general de publicaciones, además de la fina lectura de Rayo Ramírez, lograron contar uno de los periplos posibles dentro del caos acumulativo, proponiendo una ruta de lectura que sigue pareciéndome afortunada, y que agradezco. El proyecto para reeditar Por los rasgos... en versión extendida fue aplazándose en diferentes editoriales hasta que finalmente fue dejado de lado. DMG, lectora original de esos poemas, conoció la versión extendida (suplicio que sólo conocieron dos de las personas que más quiero, Rojo Córdova y Edmée García) y su lectura fue fundamental en la selección de textos sometidos después al agudo escrúpulo de Mónica, así como a su generosa invitación. El pequeño libro amarillo fue obra en realidad de tres excelentes lectoras (Mónica, DMG y Rayo), y me permitió por primera vez regalar poemas en forma de libro, como aconsejaba Zurita, a los amigos.

El mismo año terminé Ordalía, que apareció en la colección Limón Partido y que es el único que podría considerarse algo así como un libro, en el sentido de una obra cuya exposición e historia está enteramente reflejada en el intervalo de una tapa a la otra. Su ejecución me sigue pareciendo muy deficiente, debido principalmente a que por entonces comencé a experimentar con mis ciclos circadianos de sueño; por decirlo así, escribí Ordalía durante unos seis meses en que dormía en promedio cuatro horas al día, repartidos en ciclos de 20 minutos cada cuatro horas, como los veleristas profesionales. Escribí ese libro dormido, pero me hubiera gustado tener más tiempo para corregirlo despierto. Jocelyn Pantoja, la responsable de la colección, me comenta que sigue imprimiéndose de vez en cuándo, pero desconozco el tiraje total hasta la fecha. Entiendo que aún se consigue en algunas librerías. Mi querido Javier Norambuena me regaló un prólogo que es la única lectura crítica --que yo sepa-- que se ha hecho de mi trabajo. También regalé cuantos ejemplares recibí de Ordalía, el último apenas hace un par de semanas, a otro secreto artífice de su forma final: Pedro Poitevin, quien señaló importantes errores en tres sonetos que figuraban en un borrador previo (lo que me disuadió de descartarlos y reescribirlos por entero) además de leerme con generosidad, paciencia y cuidado. Buscar libros de López Velarde y Gerardo Deniz con él por las calles de Donceles fue una de las alegrías más discretas de este fin de año. 

Estos "libros" tuvieron más amor y cuidado en su edición que el que yo he sido capaz de poner en su escritura, y algunos eventos recientes me han hecho recordar a las personas que los materializaron. Gracias a que fueron objetos que, como decía Zurita, uno podía "regalar a los amigos", encontré interlocutores valiosos, compañeros de trabajo, alegrías inesperadas como esta y esta, parejas sentimentales y de juergas, además de perder muchas fronteras en los viajes que no han dejado de sucederse; pero los libros encontraron eso a lo que solamente los libros pueden aspirar y merecer genuinamente: lectores.

Hace unos días me hicieron una entrevista de un portal de noticias (a cuento, supongo, de una absurda pelea en Twitter que no fue tal, y a la que no tuve entonces ni tengo ahora intención de referirme), una de cuyas preguntas fue "¿has recibido algún premio o reconocimiento por tu trabajo?" En honor a la verdad respondí que no. Participé en un concurso una vez, en el Desiderio Macías de Aguascalientes, y recibí una mención, pero no volví a someter nada al escrutinio de ningún jurado; aunque los haya diligentes, creo que participar implica creer a priori que nuestro trabajo tiene un valor que solamente a los lectores compete juzgar --y aún los libros premiados pueden hallar dictámenes poco favorables entre los verdaderos lectores, esa rara especie que se ve de vez en cuando aún, como un monstruo mitológico, con cuerpo de humano y los ojos llenos de palabras. Eso, por no mencionar el hecho de que participar en concursos implica igualmente aceptar participar en la política cultural que, en este país, es la que dicta la distribución de los prestigios y que, confundiéndolos con capital económico, no hace ni mucho ni poco bien al capital simbólico que el libro pueda albergar. He concursado en muchos slams de poesía, eso sí, tal vez demasiados; competencias más simbólicas que deportivas, con un jurado integrado por el público y el azar, similares en espíritu al mítico Certamen donde el público juzgó vencedor a Homero, que cantaba a la guerra, mientras los jueces premiaron a Hesíodo, cantor de la paz.

José Kozer me previno de no regalar libros: la gente no aprecia aquello que no le ha costado, y si no les cuesta no van a leerlo. También me dijo que es mejor publicar libros que perderlos. Pero otro evento reciente me obliga a disentir de la postura del querido maestro: a sólo dos días de haberlo puesto en línea, mi colección de poemas Los miembros fantasmas ha sobrepasado las mil descargas. Es un libro muy pequeño y sumamente modesto en cuanto a búsquedas estilísticas y formales, pasto de críticos, e incómodamente personal, yo diría, pero que tenía guardado desde hace meses en mi computadora. ¿Qué se hace con esos libros, pues? ¿Publicarlos para dejar de corregirlos, como decía Borges? ¿Olvidarlos y pasar al siguiente? Debido al robo de una computadora y varios discos duros (que conté aquí), perdí también las versiones y borradores de Los miembros fantasmas, por lo que preferí ponerlo en línea antes que perderlo otra vez frente a esos ladrones que tal vez no saben que no deben regresar a la escena del crimen, y lo colgué en su versión en PDF antes que buscarle editor. Y es que no sabría cómo llegar con un libro bajo el brazo a tocar una puerta en una editorial. Me aterra la sola idea, no sé por qué. En otro tiempo hubiera tenido suficiente material para publicar un poemario al mes durante años, porque nunca he creído en el "bloqueo creativo", esa exquisitez de algunos perezosos, y gozo, al menos desde el punto de vista productivo, de una sólida salud. Pero entre perder nuevamente todos esos textos que se van acumulándose lenta, periódicamente en mi computadora, o someterlos a becas o premios, o colgarlos gratuitamente en Internet, preferí hacer esto último. Hacerlo así, "regalando mi obra", como dijera una editora derrengada, me evita tener que lidiar con una comunidad literaria cuyas prácticas y políticas desapruebo, y permite un acceso sencillo (si bien, no siempre cómodo, por tener que leerse en algún tipo de pantalla) a los textos para quienes quieran acercarse a ellos.

En otro lado escribí sobre por qué el compartir contenido por Internet es mejor que no hacerlo. Pero no siempre pensé así. Una versión previa de este blog (que recibe unas tres mil visitas mensuales, 80 mil desde que comenzó, hace cinco años) fue retirada voluntariamente por una supuesta infracción a derechos protegidos. Eran otros días, yo era alguien que no recuerdo. Tuve miedo, me sentí como un traidor y tuve que replantearme mis tambaleantes supuestos menos uno: escribir es lo único que cuenta. A la gente le puede molestar que publiques, pero no que no que escribas. Eso a nadie le importa, y a nadie compete más que a uno mismo y a su conciencia. Eso es lo que he tratado de hacer, con mayor o menor pericia, desde entonces. Me gano la vida como ghost writer o "proletario editorial". Escribo para vivir. Me gusta pensar que esas horas que le dedico a escribir para otros son una forma de mantener las manos y la cabeza ocupadas, y que además de poder pagar la renta, me permiten mantenerme a una necesaria distancia de todo lo que acontece en el, por así llamarlo, mundo literario. Mis mejores amigos son pintores, diseñadores y músicos. La mayoría de mis conocidos son escritores, es cierto, pero con ellos prefiero hablar de libros que de las molestas personas que los escriben o editan. Si no hiciera otra cosa que escribir lo mío, me volvería loco. El trabajo me estabiliza, me conecta con el mundo de lo práctico, me da una dimensión concreta, y mesura mi tendencia a la dispersión forzándome a concretar cosas, a respetar tiempos de entrega, incluso a vérmelas con clientes que no pagan, pagan mal o pagan tarde, pero que finalmente pagan y me han permitido hacer lo mío --bien o mal-- en mis propios términos. Y por haber visto qué caro cuestan las becas, prefiero trabajar el doble en cosas que me gustan que decirme escritor en términos que no me interesan. No aspiro a otra cosa.

Mi participación en el mundo literario se limita a presentarme a donde me inviten a leer, a enviar colaboraciones cuando me las solicitan y a charlar con mis amigos y con la gente que quiero sobre los libros que me gustan. No "destrozo" ya libros con egóticas invectivas para disputar la preeminencia de una estética sobre otra. No soy modelo para figurar en las fotos grupales ni líder de opinión para pelearme un retazo de verdad con los chacales. No me disputo parcelas imaginarias de poder con caciques ni hienas. No me gusta lamer huesos. Mi actividad --la escritura-- ordena todos los aspectos de mi vida y de mis relaciones, durante la vigilia y durante los cuatro estados del sueño. Y al abrir los ojos en días como hoy veo a una mujer bellísima, sabia y brillante, viéndome dormir. Escribo aquí, en mi Tuiter o en mis cuadernos, persuadiéndome de que nadie más está mirando --y de que, si miran --si leen-- es porque desean hacerlo. No me ocupan sus razones. Todos tenemos derecho, en este país a punto de venirse abajo, al menos al morbo.

Soy un escritor, supongo, porque escribo, y si ser escritor implica asistir a eventos donde se ve a gente hablar de otra gente, donde los dudosos prestigios se respetan por consenso, donde se busca por todos los medios ponerse de acuerdo sobre quién tiene el poder, y si sobre todo, ser escritor implica ser leído en los términos que fueron válidos durante cuatrocientos años de predominio del libro impreso, entonces probablemente no soy un escritor y soy otra cosa. No me preocupa demasiado qué es esa otra cosa que se supone que soy, pero tengo muy claro lo que no soy: cada mañana y cada noche, durante unas pocas horas, mientras escribo lo mío, soy Nadie: soy una conciencia que se investiga a sí misma como si no estuviera presente. Pero frente a esa gente que se dice escritores, prefiero ser Don Nadie. Aunque se tarden, como dice mi madre.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Fosa común: sobre algunos aspectos de "2666", de Roberto Bolaño

Publicado originalmente en el No. 6 de la revista Yagular.
Es más fácil creer que el enemigo es un mero salvaje que mata
y luego sostiene en vilo la cabeza de su presa para que todos la veamos.
Susan Sontag, Ante el dolor de los demás

Intentábamos hacer poesía —decía el periodista—, intentábamos dejar
que pasara el tiempo y mantenernos vivos para ver qué vendría después.
Roberto Bolaño, 2666
Mínimas pero determinantes diferencias distinguen las incursiones del hombre hacia el interior de la tierra. El pozo: fuente de piedra, camino vertical al agua, sustento. El abismo: ruptura en la continuidad del caminante, obstáculo, oquedad que es preciso resolver con el puente o el salto al vacío. Foso: pozo artificial, viaje de ida, casa de los muertos. A diferencia del pozo, del foso nada se extrae. Caminos excluyentes de ida y vuelta: el pozo sirve hasta que el venero subterráneo se seca, hasta que es destruido, tapado cuando los niños se caen y se ahogan. Pero del foso nada se extrae. No es el cofre del tesoro, foso portátil confiado al secreto, el cofre como la excepción del foso del que nada se extrae, pero cuya voracidad es sólo del tamaño de la necesidad del hombre por hacer que algo desaparezca. Si lo que sostiene la idea del cofre es la memoria, en oposición, el foso es la forma del olvido.
2666 de Roberto Bolaño en este sentido es una suerte de cofre del tesoro que guarda fosos en su interior. Esos fosos son su tesoro, esas oquedades, esos rastros que evidencian lo que falta —materia del trabajo del detective—, que sugieren sin agotar la entrada al secreto —la promesa de la revelación, del esclarecimiento del crimen— y también la coartada para la mentira y el escondite.
Será tal vez innecesario recordar que en el periplo de su escritura y publicación (aderezada siempre por los candentes chismes del mundillo literario) la obra fue en sí misma concebida como un montaje en cinco partes: la de los críticos, la de Amalfitano, la de Fate, la de los crímenes y la de Archimboldi. Por un azar editorial o comercial la obra fue publicada en un solo y monumental volumen; los fragmentos formarán así esta continuidad artificial, “completa”. Como un Osiris, la obra fragmentada encuentra físicamente su completitud conceptual, al modo de un jarrón roto que un cuidadoso trabajo de restauración con pegamento de oro vuelve aún más valioso: las costuras, grietas o cicatrices de la novela plantean algunos problemas interesantes en cuanto a la lectura social de la violencia y su siniestra normalización.
Una de estas grietas es el narrador de la novela. Para caracterizarlo será necesario cazar al cazador. A favor de la tesis de Ignacio Echevarría en las palabras que siguen al final del libro (la cual no repetiré aquí, pero daré por sabida, porque hay un círculo en el infierno hecho a la medida de los spoilers, privatizadores y protagonistas espurios del asombro), es sencillo ver que el narrador tiene acceso a todos los recovecos emocionales de cada personaje de 2666. Un estudiante que hace su tarea lo llamaría “narrador extradiegético omnisciente”; yo lo llamaría, sin más, detective.
Pero del mismo modo en que la impericia o la prisa para cubrir de arena una fosa clandestina revela su terrible secreto, el detective tampoco ha cubierto del todo sus huellas. Se le reconoce en el tono de informe, como si no se tratara de una novela sino de un detective privado dando las partesde su investigación, divididas apropiadamente para  (en)cubrir los movimientos de todos los involucrados.
Este detective-narrador se comporta, a su vez, como dicen que se comportan los criminales que quieren jugar a ser perseguidos mientras dura el juego de las evidencias y las referencias. A nuestro detective lo delatan ciertas acotaciones, ciertos gestos textuales propios de un comisionado, un periodista o un investigador privado, como cuando en cierta conversación puntualiza “las risas” para evidenciar que se trata de la transcripción de una comunicación oral, o el hecho de no obviar las similitudes entre crímenes (rotura del hueso hioides, violación por conducto anal y/o vaginal, etc.), consignando su repetición sin remarcarla, además de cierta objetividad para referir la vigilancia íntima de los involucrados, incluyendo sus sueños, sus prácticas más inconfesables, sus obsesiones íntimas.
El narrador-detective da parte al lector-cliente de cada sección de la novela, como si este lo hubiera comisionado para tal efecto. La palabra parte (en las ya referidas cinco partes en que está dividida2666) no está únicamente utilizada en su acepción de fragmento, capítulo o sección. Se trata también de un dar parte, dar fe de la operación jurídica del testimonio. Damos parte a las autoridades, nos transformamos en testigos. Después del libro no seremos tampoco inocentes, no podremos acusar ignorancia. Lo hemos visto todo.
Podemos admitir incluso una acepción más de parte si pensamos que ésta también admite el sentido de parlamento, de diálogos y didascalias, de textos en la grieta de la lectura y de la representación teatral. El testigo en que nos hemos convertido hace un momento se transforma, a su vez, en un actor que desempeña la parte del testigo. Creo que ese es uno de los tesoros de la obra: que a pesar de la presencia sugerida del testigo y el detective, cada caso se va enfriando a su propio ritmo, las pistas se confunden, los jueces se corrompen y los crímenes quedan sin resolver frente a nuestros ojos cada vez más habituados o indiferentes al crimen. Más aptos también para justificar nuestra derrota frente al alcance de lo que Susan Sontag ha llamado el “conjunto de preocupaciones y ansiedades sobre el orden y el ánimo públicos que no es posible nombrar”, en lo referente a la exposición de la violencia con fines informativos.
Este dar parte en tanto procedimiento narrativo (cuyos orígenes se rozan con el periodismo de ficción y el precedente canónico de In Cold Blood de Truman Capote) ha sido utilizado de un modo muy similar por el narrador de City of Glass, la primera parte de la no menos famosa Trilogía de Nueva York de Paul Auster, donde —juego de espejos encontrados— un narrador-detective relata las pesquisas de otro narrador que a su vez se desdobla en un falso detective. Pero aunque la estructura general de 2666 siga este patrón de manera consistente, “La parte de los crímenes” presenta importantes diferencias formales con respecto a las otras cuatro partes.

Si nuestra atención, nuestra memoria y sangre fría vacilan para llevar a cabo nuestra parte en la novela como testigos, la precisión del narrador-detective permanece incólume a través de páginas y páginas de peritaje novelado, de manera que nos vemos orillados al desborde cuando se trata de referir las circunstancias de las víctimas en esa cuarta parte de la novela. Como si revisáramos el archivo muerto que se amarilla en el sótano de un ministerio público en la frontera —verdadera fosa común de la historia inconclusa del estatuto legal de los cuerpos—, pasamos de expediente en expediente por declaraciones, contradicciones, testigos, sospechosos y nombres de mujer: sobre todo del nombre que es el único rastro del cuerpo que —además de haber sido brutalizado de tal forma que lo humano se le extrae, casi quirúrgicamente, como un órgano inservible— es transformado en información. Un nombre y un número como los sucedáneos del cadáver mutilado o nunca hallado al que esa materia orgánica, privada de dignidad y de justicia, tiene derecho. A veces, cuando el foso cumple su función, ni siquiera queda el nombre, la desaparición es total.
Decir que esta parte de la novela es reiterativa soslaya la impronta política que se trasluce en su ejecución: reproducir el modo en que la dignidad es neutralizada por el agotamiento del espectador, volviendo el dolor indiferente; es decir, cancelando la diferencia: un cuerpo es cualquier cuerpo y no importa. De otro modo no se explica que a 20 años de los primeros asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez nos hayamos acostumbrado a la reiterativa nota roja.
El lugar de enunciación de la noticia es muy diferente al de la literatura, se dirá. Es cierto, pero aquí estamos ante una grieta más del jarrón de porcelana reconstruido: lo que Bolaño reproduce mediante la reiteración no es la acumulación absurda de la violencia, sino precisamente nuestra —mínima— capacidad para procesarla en tanto evento en la historia de un cuerpo; y por otro lado, tal vez la verdadera denuncia que se da cuando la investigación, el peritaje y el reportaje van a parar al mismo foso común de los crímenes, al del olvido y el archivo muerto, encubriendo y volviéndose cómplices,acaso involuntarios, de lo que deberían revelar o ayudar a explicar.”
En la película El alcalde (Rossini, Altuna, Osorno, 2012), Mauricio Fernández Garza, el edil del municipio más rico de Latinoamérica, San Pedro Garza García, en el estado de Nuevo León, afirma que la proporción de los asesinatos de los que la opinión pública se entera sería apenas una quinta parte de la que en realidad tiene lugar todos los días en el país, rebasando todos los estimados estadísticos para contabilizar la violencia durante el calderonato. Más información, sin embargo, no es necesariamente más conciencia. Si hoy murieron 15 y ayer 20, no vamos “ganando”: aún murieron 15.
La verdadera brutalidad ocurre en el terreno de lo simbólico, cuando dejamos de percibir las muertes para limitarnos a contabilizarlasEn la infamia del número, la muerte se transforma en una aritmética inofensiva, una forma con la que podemos lidiar: una estadística. La pérdida de esa diferencia, es decir, de la diferencia narrativa, histórica y particular de las circunstancias de la desaparición de un cuerpo es el verdadero triunfo de la violencia. Así como la represión protege a la mente del trauma del cual no puede hacerse cargo, el número es el mecanismo con el que la sociedad mexicana lidia con la violencia día a día, incluso mucho después de publicada 2666, que admitiría en esa coyuntura una lectura profética.
Cristina Rivera Garza ha dicho que es responsabilidad del Estado garantizar el cuidado del cuerpo y prevenir su destrucción. Esto se inserta en la justificación misma de la existencia del Estado, en los orígenes de las formas primarias de organización social. Pero esta función se ha vuelto meramente decorativa, ejercida por una burocracia y un poder judicial corruptos y rebasados, táctica y estratégicamente, para responder adecuadamente a su papelen el teatro de lo social. Esta tensión se transparenta en 2666 con la fantasía de la policía (decida el lector si sólo en las novelas o también en lavida real), de que la causa de esta violencia demencial en Santa Teresa al correr de los años sea obra de un asesino serial, una corporación criminal, un garante último de sentido que justifique desde su invisibilidad la reiteración “natural” de la violencia.
Como en las teorías de conspiración, la noción de un plan que permanece oculto nos aporta la fantasía de que el mundo, a pesar de su horror, sigue teniendo sentido. La verdad tal vez sea mucho más brutal: lo que hay es el caos y la capacidad de cada hombre de tomar decisiones, incluso a costa del otro, de ese otro cada vez más deslavado, al borde de la desaparición.
2666 encarna en su inconclusión (tal vez a pesar de las intenciones de su autor, cómo saberlo) la interrupción de los cuerpos cuya historia fue enterrada. La verdad, como dice Jack Nicholson en A Few Good Men (1992), es un aspecto insoportable de la realidad: la maldad no conoce planes, se desencadena a sí misma como en un proceso de reproducción viral autónomo e impredecible.
No quiero dejar grietas en esta apreciación, creo que 2666 es un tratado sobre la maldad, es decir, sobre la libertad; un caso donde cabe plantearse el estado de una civilización donde las acciones no tienen consecuencias, donde lo que entendemos por verdad está frente a nosotros y somos incapaces de ver: no hay teoría de conspiración ni asesino serial. Estamos condenados a cadena perpetua con el otro, con ese otro que no es cualquiera sino cada uno.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Limpieza

Publicado originalmente en Mutante, 15 de septiembre del 2013.

If you can control the meaning of words,
you can control the people who use the words.
Philip K. Dick

No bien había terminado de salir el contingente de la CNTE por Mesones hacia Eje Central, los noticieros televisivos mostraban imágenes de un pequeño ejército de barrenderos uniformados de amarillo barriendo las calles aledañas al Zócalo. Se escuchaban cohetones y helicópteros, uno de los cuáles roció gas pimienta en los alrededores de Izazaga y Arcos de Belén. Las imágenes que durante la noche subieron los medios nacionales e internacionales mostraron los pequeños restos calcinados del campamento que por 20 días mantuvo la CNTE sobre la Plaza de la Constitución, así como las tanquetas de la policía federal y los elementos de seguridad que patrullaban la zona, y también del contingente de limpieza, encargado de dejar la plaza lista para el festejo del grito de independencia, a efectuarse dos días después.
Acampar en el Zócalo tal vez no es una instancia de diálogo legítima, pero promover las apariencias como forma de gobierno tampoco. Me pregunto si el imaginario bienpensante (léase burgués, aspiracionista, amante de las apariencias bien cuidadas) identificará a los maestros con los delincuentes como hizo con los estudiantes durante décadas. Me pregunto si esa plaza vacía, limpia, en realidad podrá ser escenario de la fiesta por excelencia de la identidad nacional.El argumento para el desalojo, que horas antes los secretarios de seguridad pública y gobernación comunicaron a la prensa, era el de que los maestros estaban “recolectando proyectiles” y “armando barricadas” para provocar un enfrentamiento con la policía. Es por eso que el artículo 9 de la Constitución (que garantiza el derecho a manifestarse en lugares públicos sin autorización previa, eximiendo a los manifestantes de ser objeto del “uso legítimo de la fuerza pública”) no protegía a los maestros: las autoridades mintieron con la verdad, pues ante el fracaso de las negociaciones para resolver estructuralmente el conflicto magisterial, sabían que no durarían mucho tiempo instalados en el Zócalo, especialmente a pocos días de efectuarse la ceremonia del grito. Caracterizaron mediáticamente a los maestros como el enemigo y la retórica de los medios oficiales habló de un operativo “limpio” y bien ejecutado: otro logro más del Señor Don Licenciado PRIsidente.La limpieza ha sido utilizada en otros lugares y otros contextos como argumento para la violencia de Estado: limpieza de sangre, limpieza étnica, limpieza ideológica. La idea de “limpieza” del Zócalo implica que los maestros ocupaban el lugar de la “suciedad”. Lo sucio vs lo PRÍstino. Para la retórica del poder, la limpieza implica un control sobre el significado oficial del lenguaje simbólico: la plaza más importante del país estaba “contaminada” por los maestros revoltosos que desquiciaron el tráfico de la ciudad, que tenían sus tenderetes, sus anafres y sus casas de campaña como si tal cosa, a la vista de los turistas. Removerlos, limpiarlos, fue el equivalente a restablecer la operatividad y el control del símbolo: la plaza sirve para lo que nosotros decimos y nada más.
Hoy gris en el DF. Quédense con su Zócalo, con su ejército de barredores, con el grito mecánico de una marioneta, con su PRIvatización del espacio público –un grito que forma parte del guión, como todo en esta PRIsidencia, y que supera en las PRIoridades del gobierno al grito legítimo que los maestros de la CNTE.
Ojalá que el grito del PRImoroso impresentable que tenemos como PRIsidente se encuentre con la plaza (in)constitucional tal como la pidió: limpia, vacía, reflejo riguroso de su promoción del símbolo. Una plaza pulcra para una presidencia que se legitima desde el vacío, desde la cáscara del símbolo, desde la apariencia. Para un grito que se convirtió en símbolo, rito y reiteración del compromiso con la libertad, que tal vez tuvo un sentido urgente y valeroso en algún momento de la historia de México, y que como toda moneda demasiado usada, perdió eventualmente la efigie –un grito que será lanzado al vacío por una marioneta cuyo titiritero gusta de guardar el polvo –lo sucio– debajo de la alfombra, para que la casa parezca limpia aunque la mugre se siga acumulando.

martes, 3 de diciembre de 2013

Apunte sobre poesía y poder

Ilustración de Irving Herrera

Publicado originalmente en la edición impresa de El Jolgorio Cultural, octubre de 2013.

La palabra “empoderamiento” es espantosa. Es la grosera calca con que los psicólogos y los gerentes de desarrollo de personal han traducido el empowerment, una versión democratizada del poder que, como la libertad para los movimientos de emancipación social, se adquiere a través de su ejercicio —el funcionario emancipado parcialmente de supervisión encuentra que el poder comienza y acaba en sí mismo, y el oprimido, al ejercer su libertad, la conquista.

 ¿Qué clase de poder se cifra en la poesía, qué clase de poesía podría venir del poder? ¿El tradicional prestigio que se le asocia a la poesía está dado por un poder que le viene de su mismo ejercicio, o por el contrario, se trata de una práctica anacrónica en espera de su desaparición? 

En la generación de Garcilaso, donde la pluma era extensión de la espada, o viceversa, la literatura era escrita y leída por la nobleza y por la incipiente burguesía intelectual, además de los monjes, empoderados en sus investigaciones sobre la naturaleza de la divinidad. A los poetas les preocupaba, en cambio, la naturaleza del hombre, y las formas en que el hombre lidiaba con fuerzas que lo sobrepasaban. La escritura era una práctica de la nobleza o una manera de lidiar con el Príncipe, de ganar su favor. Sólo en fecha muy reciente el diario personal del sujeto moderno apareció como investigación íntima.

Pero la poesía también puede convertirse en una extensión servil del poder, o al menos puede ser utilizada por el Príncipe de turno para este fin: Radovan Karadzic, psiquiatra, político implacable que condujo los destinos del pueblo serbiobosnio hacia una de las más brutales limpiezas étnicas de nuestros días, era también un versificador concienzudo, narcisista, y con una visión idealizada de sí mismo. Como sucede con cualquier poeta que se desdobla en su reflejo de señor que escribe. Una joyita de Karadzic reza “El que no tenga pan se alimentará con la luz de mi sol. Pueblo, nada está prohibido en mi fe./ Se ama y se bebe./ Y se mira al Sol todo lo que uno quiera. Y este dios no os prohíbe nada./ Oh, obedeced mi llamada, hermanos, pueblo, muchedumbre”. Los versos del camarada Mao también merecieron difundida lectura en las escuelas chinas, y Stalin mismo presidía y curaba los gustos de la ominosa Asociación de Escritores de la madre Rusia.

La poesía ha sido ejercida durante la mayor parte de la civilización humana a través del canto y la participación de una comunidad de sentido en los ámbitos rituales donde el canto tiene lugar: desde ceremonias públicas hasta alabanzas a la madre, la patria o los próceres, el canto ha reproducido y normado las formas en que una sociedad construye su procedencia simbólica y se localiza en la historia humana. El libro como tecnología de lectura es relativamente reciente, pero lo que entendemos por literatura y poesía aún hoy en día está supeditado a la norma del libro, a pesar de que poco participe esta industria editorial en la economía de los países. La gente no lee, se dice, pero canta a la menor provocación: cualquiera conoce los octosílabos de alguna canción ranchera aunque desconozca el teatro de Lope, escrito en el mismo metro en que tarareaba José Alfredo Jiménez. 

El símbolo se perpetúa a través de su reproducción: cada lunes, miles de niños en las escuelas mexicanas entonan el “Himno Nacional” a través de cuyos decasílabos el poder canta y exhorta a identificarse con una imagen colectiva, fija e impermeable a la historia: una identidad nacional: “Mexicanos al grito de guerra,/ El acero aprestad y el bridón./ Y retiemble en sus centros la tierra/ Al sonoro rugir del cañón”.

Por supuesto que ningún niño con dos dedos de frente cree que esas palabras le hablan directamente a él: a él o a ella que probablemente nunca ha escuchado al cañón rugir sonoramente, y que habrá visto la guerra en los noticieros confundiéndola con un videojuego, como ocurre con la mayoría de los adultos. Desde niño siempre me llamó la atención la siguiente invocación, cuya afectación en el canto provoca aún otro equívoco curioso: “Mas si osare un extraño enemigo/Profanar con su planta tu suelo,/Piensa, oh Patria querida, que el cielo/Un soldado en cada hijo te dio”.

Frente a Masiosare, el extraño enemigo (que imaginaba las más de las veces despiadado y sin rostro), cada habitante de México se convierte en soldado —así se lo ha prometido el poeta a la patria, y el canto, como la mentira, a través de su repetición se vuelve verdad. El soldado en que todos nos convertiremos buscará borrar la ofensa que la planta de Masiosare ha efectuado en el terreno que delimita políticamente al país, creando la ilusión de que el enemigo no puede estar en casa: de que el enemigo que puede osar ofendernos siempre es un extranjero. 

¿A qué siniestro Masiosare se enfrenta la práctica de la literatura hoy en día? ¿O es que la literaturaprofesional y los amateurs que hacen micrófono abierto se otean y se evalúan como enemigos imaginarios frente a la incapacidad de ubicar la insistencia de la práctica verbal fuera del terreno de lo verbal mismo? ¿El taller de rap está peleado con las revistas de crítica y creación literaria o por el contrario su ficticia oposición busca delimitar solamente los ámbitos en que sus respectivos poderes conviven y se reproducen sin anularse y apenas considerando la existencia de los otros? Se sabe que el gusto por la taxonomía es un gusto por el poder: llamar pan al pan permite apropiárselo. Sobre todo: la forma de llamar pan al pan importa al que desea hacerse con la administración del pan, con la administración de un ámbito de poder, ya sea en la escena del arte urbano, la poesía en voz alta y el spoken word, o en el aula académica y las revistas culturales. Llamar pan al pan desde la trinchera del micrófono abierto o desde una publicación del Estado permite perpetuar, sobre todo, la estructura en que lo literario convierte capitales simbólicos en económicos, y al poeta en un funcionario de la cultura.

Ésta es la versión estándar de la reproducción del poder a través del pretexto de lo literario, pero no es la única versión. Pienso por ejemplo que la poesía permanece como instancia privilegiada del discurso porque la insistencia en crear artefactos verbales sigue teniendo sentido para algunas personas, y su lectura o escucha son relevantes para estas mismas personas. Pero el poder de la escritura le viene precisamente de su no-poder, de que el pan escrito en la página o cantado en la plaza pública no es el pan que uno efectivamente puede comer con una taza de café: toda palabra es el hueco de la realidad que denuncia, y donde se lee pan el pan ha desaparecido. Si la poesía tiene un poder acaso sea éste: el de realizar una desapropiación extrema de las cosas, el de la aspiración a una palabra neutra, como quería Blanchot, que dé cuenta de la experiencia de mundo donde el poeta es apenas un operario o médium de un contenido emocional que preexiste y rebasa el ámbito material de la palabra. El poder de la poesía, en todo caso, siempre rebasa al poder que pueda asociarse al poeta: este ser de dudosa estirpe, el Poeta, como Masiosare, depende del reconocimiento o la oposición de la sociedad para existir. Un individuo reconocido públicamente como poeta (es decir, autorizado por una comunidad que norma lo poético, que puede ser una universidad, una lectura de spoken word, una charla informal o el juicio de la historia) puede ejercer públicamente el rol de profesor, tallerista o burócrata, pero rara vez el de poeta, así sin más. La palabra incomoda y debería incomodar: es una categoría crítica a la vez que una palabra que designa a alguien que usa las palabras de un modo distinto al de la vida diaria, alguien que haneutralizado o puesto en duda los significados usuales: alguien que, como César Vallejo, se ocupa de la tensa realidad fronteriza en que la palabra ocurre, preguntándose: “Un hombre pasa con un pan al hombro./ ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?”, o incluso: “Alguien va en un entierro sollozando/ ¿Cómo luego ingresar a la Academia?”

Entre el hombre que solloza y el que ingresa a la Academia, la poesía afirma su poder desde la negación del mundo, desde una cadena de interrupciones en que el deseo redistribuye las ocupaciones mundanas: un hombre que escribe es un hombre que se interrumpe y participa de un trabajo inútil, que interrumpe la significación convencional de las palabras tal vez por la sola capacidad para hacerlo, como quien anda en bicicleta —no descartemos que por razones políticas— sin pensar en que lo hace, so pena de caerse.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Georges Perec sobre la escritura de los sueños

Entre mayo del 71 y junio del 75 Perec se sometió a psicoanálisis. En un texto que trataría de dar cuenta de esa experiencia, el autor expuso además de su imposibilidad para escribir dicho re-envoi, su particular proceso de escritura onírica --vía Regia que, como para Freud, tampoco era lo que parecía al principio:

Mucho antes del comienzo del análisis, había comenzado a despertarme de noche para anotarlos [los sueños, se entiende] en libretas negras de las que nunca me separaba. Muy pronto tuve tanta práctica que los sueños me llegaban escritos, con el título incluido. Pese al gusto que conservo por estos enunciados secos y secretos donde los reflejos de mi historia parecen llegar a través de innúmeros prismas, he terminado por admitir que estos sueños no habían sido vividos para ser sueños, sino soñados para ser textos, que no eran la vía regia que yo creía que serían, sino caminos tortuosos que me alejaban cada vez más de un reconocimiento de mí mismo.

Perec, Pensar/Clasificar, ed. Gedisa, Barcelona, 2008, p. 76

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Alguien canta en el centro de un círculo imaginario

Buenas noches, gracias por la invitación, y especialmente a Raúl Picazo. Gracias a ustedes por estar aquí a pesar del frío.
En mi vida sólo he conocido una hospitalidad más grande que la de la muerte (la casa cuyas puertas no cierran ni de día ni de noche): la hospitalidad del poema.
            Todo congreso para discutir asuntos sobre poesía y poética me recuerda, cuando más, cuando menos, al simposio platónico: toda ocasión para la voz es ocasión para la sustancia alada de la que está hecho Eros, el hijo más leve de la diosa. El pensamiento es una voz erotizada en el silencio: la teoría, la crítica es eso mismo: es el silencio en voz alta.
Y les contaré aún que tengo para mí pocas reglas en lo tocante a la crítica y al amor, excepto una irrenunciable: se piensa desde la poesía o se piensa mal.
Si esto fuera una mesa de análisis podríamos poner el cadáver de la diosa a disecar: el podio se convertiría en anfiteatro y, como en un cuadro de Rembrandt, de las brillantes, fétidas vísceras, de la tumefacción de los rasgos, de su abstracción ilustrativa haríamos rancho. Pero a lo que vine hoy fue a contarles las ruinas más recientes, porque ocurre que del movimiento de la escritura uno pareciera ser el copiloto atado a la nave del futuro: la acumulación de signos que transparentan como en un velo la música del pensamiento nos lo vuelven permisible, y basta para que la voz esté autorizada que acepte mostrarse tal como es: con su máscara de horror entera, con los labios listos para el beso y el escupo, entregando sus alados ritmos al olvido.
            En otras palabras, un hombre habla al centro de un círculo imaginario. El círculo primero fue la luna, de la que, como los animales, aprendiera el aullido. El canto feral se convirtió en eco: el otro que, como yo, aúlla, permite que exista el círculo del yo; soy yo en cuanto participo al otro de mi aullido: ese otro, ese yo que es nosotros recién inaugurado, transó, trenzó con voz el sentido del nosotros, ese plural que se extiende y se retrae caprichosamente y que se conoce con el nombre técnico y exagerado de humanidad.
Pero el nosotros existe sólo en las condiciones del canto, es decir, en las condiciones de sabernos secretamente en torno a un fuego que nos precede, donde cada uno a su turno toma la palabra, como la mies más generosa de la cacería: tomar la palabra sólo a condición de darla a los otros, de volverla de todos o de nadie.
            El pensamiento no se desarrolla en soledad durante la mayor parte de la historia de nuestra especie: el pensamiento no se pensaba, se cantaba. La estatua móvil de la voz era la voz inmóvil del fuego cantando en los aedos y pitonisas,  halagando incluso a los poderosos que costeaban el canto, el entretenimiento digestivo, y en un susurro, revelando la disposición del dios a la pregunta del consultante.
            Aprendimos relativamente tarde a leer: hace apenas 500 años de nada o poco menos, como práctica masiva, utilitaria y no especializada. Antes de eso el libro era un recurso de élite (como, por otra parte, lo siguió siendo siempre): la biblioteca de Alejandría se quema a plazos porque los papiros que albergaba no ayudaron nunca, en su mudez de museo, a los pobladores alejandrinos a liberarse del yugo de los Ptolomeos, y toda la ciencia y toda la belleza de la Antigüedad estaban ahí para justificar la barbarie organizada, la forma primitiva de ser moderno desde siempre: la esclavitud, donde el hombre no puede ser hombre a secas, sino de tal a tal hora. Así, las turbas revoltosas, tempranos anarquistas, quemaron erráticamente secciones de la Gran Biblioteca, hasta que, con el retumbo de los bárbaros recorriendo el Mediterráneo, algún ladrón sagaz recuperó algún puñado de papeles, mientras los demás se dispersaban hasta desaparecer, del mismo modo en que los materiales impermeables de la memoria no permiten conservar un sueño completo, salvo un puñado de fragmentos. Hablamos de los presocráticos porque de ellos tenemos solamente ese puñado de papeles con sus nombres, pero Ilíada sobrevivió a todos los fuegos mientras se siguió cantando. Lo peor que pudo pasarle fue haber encontrado la imprenta en su camino (porque todo libro, al nacer, se sabe prometido al fuego): desde entonces los dioses, inmóviles, nos miran desde la página en vez de bailar a nuestro alrededor. Atenea habla en Ulises cuando este sugiere el terrible aparato. Los dioses no escriben. Los mortales escribieron para recordar las palabras que les dijeron estos antes de salir despavoridos del Olimpo.

            Pero el argumento de los orígenes, al menos en lo tocante al fuego originario, puede ser engañoso, e incluso siniestro. Los nazis destruyeron las bibliotecas de Europa en una búsqueda precisamente hacia los orígenes: un proceso anticivilizatorio, la modernidad entendida como reinstitución de la barbarie: eso es el fascismo, latente en toda institución que literaliza su función, en todo funcionario menor que dice “el Estado soy yo”.
En la palabra sabot está todo el anarquismo: el sabot es un tipo de zapato que se colocaba entre los engranes para entorpecer la cadena de la máquina y retrasar, al menos un poco, la industrialización que dejaba descalzos a los saboteadores. Es en el pensamiento moderno que la poesía vuelve a ser sospechosa de conspiración. La respuesta moderna fue endiosar la poesía para ignorarla de mejor modo: saber, de oídas, que el poema y quien lo escribe es digno de respeto, aunque no se lea nunca. La palabra “poeta” conserva desde entonces ese tufo a sanatorio o presbitería, a convención de impostores, a conspiración de esos siervos que, incapaces de producir cualquier cosa, se dedican a juntar palabras. Los hacedores de versos, para validarse frente a un poder totalitario que estrictamente no los requería, inventaron los himnos mediante los cuales el poder siguió celebrándose a sí mismo. El poder, con alta autoestima y actitud proactiva gracias a las porras del poeta, le exige burocráticamente que participe del progreso haciendo imprimir, como si fuera un libro de ciencia o de economía, aquello que hasta entonces sólo existía mientras se cantaba.
Escribir un poema. Qué cosa más absurda.
El círculo imaginario abierto en la rueda del fuego quiso cerrarlo uno modernísimo, uno que incluso relataba sus sueños perversos en diarios y cuadernos de apuntes: Theodor Adorno, moderno Platón, hubiera querido desterrar del mundo toda la poesía futura, todo el poema que sirviera de pasamanos, de heraldo terrible del poder, todo canto que no hubiera sido cantado para cuando Auschwitz cumplió su plazo de dolor. Pero incluso entonces, la poesía se vuelve una casa tan hospitalaria como la muerte: porque el que llega al poema es siempre el que va al encuentro de un Sahara a su medida. Bienvenido, el extranjero se siente también esperado y como en casa, pues el lector es siempre el extranjero, el que llega del mundo al lugar donde una voz habita. El hogar de la voz donde el fuego del canto late, porque la voz del fuego admite la doble naturaleza de la página y del canto, que es donde el poema tiene lugar.
            Y es sobre todo el poema el que nos permite conocernos a nosotros mismos, pensar nuestra circunstancia y nuestro lugar, y en caso de ver que no lo tenemos, inventarlo.
Estoy aquí para leer en voz alta algunos poemas, aunque el programa dice Slam poetry, por lo que he aprovechado parte de este tiempo que me han concedido para pensar en voz alta, como los locos, de qué manera coexisten el poema impreso y la palabra hablada en nuestros días, al menos como se me presentan o como logro entender esta coexistencia en mi propio juego, pero también para considerar algunas diferencias importantes entre una lectura de poesía convencional y un Slam de poesía: por ejemplo, que un Slam siempre es plural. En las lecturas de poesía “normales”, un Alguien acapara el micrófono, como hago en estos momentos, y dice lo suyo; en un Slam, el micrófono, la palabra, se alterna. En las lecturas convencionales, el silencio se da por sentado; en un Slam el silencio se merece o no, y el público está autorizado para distraerse si lo que escucha no le parece interesante o no le apela directamente: la cortesía para con el vate, esa burocracia engorrosa, es más una fiesta alrededor del fuego que una salmodia individual en torno al propio ombligo.
Esta lectura pretende ser, pues, la revisión de la voz hablada en sus diferentes registros, a la vez que un libro o efímera antología de las piezas que he escrito para la voz en los últimos 6 o 7 años, el más antiguo del 2006 y el más reciente de ayer en la noche; revisión pública, comparecencia de textos no pensados para ser impresos, no para formarse en el armazón del libro, sino, libres del libro, presos de la voz, para ser ejecutados por una voz, que a falta de una más apta tendrá que conformarse con los limitados recursos de la mía, pero finalmente, con la única voz que puedo pensar y con la voz con la que insisto en contarme el mundo todos los días: que no otra cosa hacen el filósofo, el teórico y el poeta: contarse el mundo para contárselo a los demás.
            Estos poemas, los del tipo de inflexiones y ritmos de lo que en inglés llaman spoken Word y que yo traduciría más bien como canto, en el sentido de los cantares de gesta o de los trovadores errantes, doblemente extranjeros siempre, digo, esta palabra hablada si hemos de ser francamente literales, son la única vía literaria que muchos escritores increíbles han elegido. Esto no es nuevo y no ocurre solamente en el DF. Más que hacerse imprimir, estos escritores sin libro cantan lo suyo en competencias lúdicas, en slams de poesía, donde el lector no es solamente escucha pasivo, sino colaborador de una pieza que está hecha por el instante para el instante. Poetas de la liga de los palabreros, de los raperos, de los MCs, de los teatreros, de los cantantes, de los performanceros, basan sus piezas en el recurso de la voz, en el sentido en que un poeta pager o de página basa las suyas en los recursos de la página escrita. Como un instrumento musical o como el equivalente a la página en blanco, las voces de gente como Rojo Córdova, Erick Fiesco, Sandino Bucio, Karlos Atl, MC Sad C, Mauricio el Moroco, Edgar Khonde, Edmée Diosaloca, los Barrio Nómada, Sara Raca, los Textosterona, Tino el Pingüino, MC Ewor, Sara Raca, Tito Barraza, Ulises López, entre muchos otros, crean piezas para el instante y desde el instante, para la voz y desde la voz, desde el escenario y no desde el podio, desde el tiempo y no desde el libro, desde la memoria (aunque hoy ustedes me vean, paralítico de la memoria, apoyado en la página escrita) en vez de la memoria prostética del libro. Y vengo como extranjero entre extranjeros a hablar de las mismas cosas de siempre: de las que la mente ignora pero las que el poema conoce.

Gracias por tenerme aquí esta noche.

Leído en el XIII Congreso de Poesía y Poética, 24 de Octubre de 2013
en la Librería Profética de la ciudad de Puebla.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Retrato con habitación a los 28 (fragmentos)

1.

Luego de habitar en mí, conmigo,
durante un tiempo acaso innecesariamente largo,
puedo decir que he pasado más tiempo
con César Vallejo que con la mayoría
de las personas que conforman mi círculo
cercano: mi cubo más cercano, en cambio,
es un filamento terrestre, última, pulida
hoja del libro de mi esqueleto
con vistas a la ciudad,
un cuarto sin entero, una parte sin el todo,
que dijera el cholo viejo, el mayor
de los tristes, el más triste de los hombres
en un día sin dios y sin diablo,
como cuando nací, del que no
vale la pena ni acordarse.

3.

De una parte a este todo me ha dado por decir
que soy un mago: por vivir
como quien mete la mano en el hueco
de la Nada y extrae sencillamente un conejo,
mis años perdidos en perseguir a las rotundas,
en transformar a las hermosas en bibliografía,
en adivinar siempre el As errado,
recibiendo únicamente naipes en el piso
a modo de correspondencia.

7.

Marcas de mosquito tengo también
en las paredes: dan cuenta de mi oficio furibundo
de por las noches odiar a secas, odiar,
para ponerme a odiar algo
que no me ponga la otra mejilla, para destruir
la ingeniería minuciosa del zumbido,
para mi gloriosamente sangre derramar en un aplauso:
hipodérmicas aladas del mosquito hipócrita,
mi semejante, el único entre los seres
a quien considero mi hermano de sangre.

10.

Si tengo plata en el bolsillo se me quema.
No pasan dos, tres días sin que los panes
se hagan duros en la cesta, sin que el agua
se llene de pelambre, sin que el tabaco
se desenrolle bajo la lluvia. Sobre todo
me define un paraguas
que siempre dejo olvidado en una banca.

11.

A últimas fechas le ha dado a un ratón
por venir a acostarse entre mi ropa
sucia.
Lo dejo hacer sin más: no me molesta.
A veces corre, se agazapa aterrado,
ombligo a tierra, todo él pulmón
peludo, fuelle bajo el jacal
que uso como mesita de noche.
Me habrá llenado ya de mierda
los bolsillos de todos los pantalones sucios,
o parido una estirpe de ratas
en la oscuridad de mi departamento.
Lo dejo hacer, creo
que ya lo he dicho: no me molesta.

12.

Antes de que se me olvide, oh fantasmas,
estoy a punto de mudarme nuevamente.
No manden ya sus naipes aquí: los abrirá
mi sombra y no escribirá respuesta
porque mi sombra no escribe: canta,
que es el modo de rezar de las sombras.

17.

Le he agarrado el gusto a lo fársico
y a lo délfico, y cobijado por un cuerpo
de mujer cansada —a qué mentiros—
más de una vez me sentí feliz. 

lunes, 28 de octubre de 2013

Entre el libro y la nada

Entre el libro y la nada, hay nada; lo que no quiere decir que el libro sea nada.

El libro, sin embargo, es excesivo. El libro se pone entre el libro y la nada como una cantidad mínima que debería asumir el valor de la necesidad en su mínima expresión.

El libro es necesario, pero su posibilidad es imposible. Y no podemos hacer nada sino tender a él: escribirlo mientras escapamos de él, cavar para salir del agujero.

El libro es el valor mínimo puesto a manera de diferencia, coordenada, separador, entre lo real y la nada: es su frontera.

Hoja: ojo. Hojear, parpadear. Leer: ver (dad) (ero).

Libro: red de obturaciones.

Necesidad. Ananké: la diosa tejedora: madre de Aracné, y de Ariadna, y de la hermana de Filomela y de la indecisa Penélope. El libro es el velo tejido con que las estatuas cubren los muñones sagrados; es lo que está ahí para opacar, pero también y sobre todo para revelar a medias.

El libro es lo menos posible.

El libro es voluntad de ver. Es una red de experiencias, no un objeto. El ser no es --no puede ser-- una cosa.




domingo, 6 de octubre de 2013

Tres dandys

Me parece que la portada de Bartleby & Cía. y la de Los detectives salvajes ocuparon al mismo trío de dandys de vagabunda elegancia en diferentes ángulos. ¿Coincidencia? Probablemente. Pero sigue siendo un buen lugar para estar: la obstinada intemperie.

  . . . . . . . .  

viernes, 4 de octubre de 2013

El lugar correcto

Tengo siempre la sensación de estar en el lugar incorrecto. Tal actitud espontánea es lo contrario a la sabiduría, pienso. Es una actitud que conviene al forajido, al que cree que lo buscan y por lo tanto, anticipándose al detective que ya va tras su pista, deja pistas falsas para construirle un laberinto.

Incluso un laberinto rectilíneo, como el que Scarlach promete a Lönrot.

Curiosamente, estar en el lugar correcto (y sobre todo en el momento correcto) es una actitud que le conviene precisamente al criminal. Tengo para mí que el sabio acepta el lugar que le es dado; acoge, por así decirlo, al presente en la forma en que se presenta, en que el presente se hace presente, y la convivencia con la presencia lo sitúa en un lugar adecuado siempre, sin posibilidad de que se le encuentre in fraganti en el error, pues el error es el punto de partida del sabio, un nuevo comienzo.

Ahí está Sócrates, muy apoltronado y conforme con su pellejo, catando la cicuta, no en el mejor lugar, sino en el que le pertenece tan sólo a él.

El criminal puede ser sabio por un momento, en tanto actúa maximizando la conveniencia de su situación, pero, imposibilitado para volver el presente un lugar permanente, se evade del presente. Vive en subjuntivo, en el dominio de las posibilidades sin realizar, mientras el sabio actualiza, realiza sólo la posibilidad conveniente, sin fatigar inútilmente lo imposible.

Es por eso que la del sabio me parece --de lejos, mientras escapo-- la antípoda de cualquier posición donde pudiera situarme, porque el lugar correcto es siempre el otro, ahí donde no me encuentro --y sobre todo donde no puedo encontrarme, pues mi presencia convierte precisamente mi actitud frente a la situación en un error.

Creo que no siempre fue así. Y en honor a la verdad y la memoria, he tenido momentos --si bien breves y pasajeros-- en que he sentido que estaba justo donde debía estar. Pero en general no. Y estar planeando todos los escapes de todas las situaciones todo el tiempo es absolutamente agotador.

Estar es un arte que, irónicamente, al escapar, se me escapa.

Es justamente esa la posición --la localización, debiera decir-- que conviene al utópico, al que no puede estar precisamente ahí donde está, o el que está donde no puede permanecer, pues aproximarse al lugar imposible, imaginarlo incluso, lo vuelve inhabitable.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Inventario de pérdidas

Primero noté que la cerradura se veía diferente, pero al principio no pude saber por qué. Raro. Al entrar al departamento noté un par de puertas abiertas que no suelen estarlo. Entré con cautela. Nada nos prepara para notar las pequeñas diferencias más que la convivencia con lo cotidiano: el hábito, la costumbre, la distancia entre los objetos y su lugar invariable, incluso dentro del orden caótico en que tengo las pocas cosas que tengo, conforman la red de movimientos en el espacio de lo propio. Pero esa costumbre de lo propio y de los objetos con que habitamos lo propio puede venirse abajo en un segundo.

Al entrar a mi habitación me di cuenta que ese orden --a medias desconocido hasta que se ve perturbado-- ya no existía.

Los ladrones se robaron dos computadoras, dinero en efectivo, mi Kindle y el dos de oros de mi Tarot, además de muchas pequeñas cosas de poco valor económico, pero mucho valor emocional. Por ejemplo, un viejo teléfono con fotos y grabaciones de textos que ya nunca voy a recuperar. Otro viejo celular con un video que tomé en Cuba a un poeta de San Martín, cuyo nombre no recuerdo. Una pluma fuente que ronroneaba y no se tapaba nunca. El robo es un movimiento de reapropiación económica, de redistribución de capitales. Los capitales económicos, para el ladrón, sólo siguen el flujo de capitales económicos; pero los simbólicos son irreparables, incluyendo la sensación de lo propio del espacio: mi lugar fue violado, ¿cómo volver a sentirlo mío? ¿Lo sentía como mío antes, del todo, o bien el saqueo --económico y simbólico-- al radicalizar la pérdida, me otorga la propiedad de mi espacio y mis objetos precisamente por el hecho de haberlos perdido? 

Como si uno sólo fuera dueño de lo que pierde.

A medida que la memoria se va acostumbrando ("se hace a la idea") a las pérdidas más urgentes y dolorosas, cuando lo práctico y lo inmediato queda más o menos resarcido, las pequeñas pérdidas van subiendo a la superficie y toman su lugar en el verdadero inventario de la pérdida: nos damos cuenta que perdimos cosas que dábamos por sentadas, e incluso otras que, de tan postergadas, en realidad habíamos perdido a plazos ya durante mucho tiempo. Es el caso de mis discos duros donde tenía muchos textos sin revisar, borradores que buscaban su momento para concretarse en textos, en fin, el trabajo de muchos años convertidos  en humo, en polvo, en sombra, en nada. Textos que buscaban su concreción y su forma, que estaban enfriándose y permitiéndome tomar distancia con respecto a ellos, tal vez para evaluarlos nuevamente y reescribirlos o bien para olvidarlos y borrarlos, como también suele hacerse. Textos que ya son el recuerdo de lo que nunca van a ser.

Y se siente bien. De pronto me siento ligero, porque los rastros --el archivo, al menos en parte-- de mi identidad se han perdido. Es como si no hubiera escrito todo ese montón de cosas que a fin de cuentas ya no escribiré, porque escribiré otras. Y me provoca más curiosidad lo que no he escrito que lo que ya escribí. 

Me duele no poder seguir trabajando en textos que estaba disfrutando escribir. Uno entiende de pronto la magnitud del sentido de la palabra irreparable: las cosas se pueden recuperar --incluso la minuciosa colección de ebooks que tenía almacenados en el Kindle--, pero un texto incluso al nacer aparece como pérdida pura, como discriminación de versiones, como la insistencia de una versión sobre otras. Como pura necedad, y si tenemos un poco de templanza, como insistencia. El espacio textual no puede tasarse ni valorarse en términos económicos: es una instancia de vida. Eso no es mío, por eso no pueden quitármelo. Eso me es. Esa insistencia no se roba, no se presta, no se puede encarcelar ni mutilar: es toda o nada, o mejor dicho, toda y nada. Se aprende pero no hay forma de enseñarla. Sobre todo no se puede decir que uno posee una insistencia de este tipo --la escritura--, sino que la ejerce (decir que uno "es poseído por ella" sería acaso un exceso). En todo caso no hay apropiación: escribir es olvidar. Es ser otro a medida que las pérdidas se acumulan y llegamos con nuestros dolores y nuestro rostro de ministerio público a la página en blanco. Y cuando la ves te das cuenta de que en esa página está todo lo que necesitas. Si pudieras tener algo, te dices a ti mismo, sería esto. Y con esto es suficiente.


martes, 27 de agosto de 2013

Un sueño pavićiano


Sueño: Trato de explicarle a alguien que no puedo traducir la poesía de JM porque JM, además de no escribir poesía (ni nada más) no existe. El Alguien del sueño es sumamente insistente.

-Anne Carson tampoco existe, ni Sharon Olds, ni Sylvia Plath ni todas esas mujeres falsas...

Pero la "falsedad", en la lógica del sueño, implica una "falasidad", lo fálico femenino, nudo gordiano en que se ahogaron Lacan y Freud al pensar "el continente negro" (son mots) del deseo femenino. (¿Será más preciso decir "cordón umbilical" en lugar de "nudo gordiano"?) En fin, el caso es que el Alguien del sueño no me la puso fácil. Me preguntó: "¿Cómo está usted seguro de que existen Carson, Olds y Plath?"

-Por sus poemas, naturalmente.
-Sí, claro, pero los poemas son cosas que se ponen de pie por sí mismas, ¿a qué tanta alboroto por un nombre?

Me convenció de que si borramos los nombres y lo que sabemos de los individuos, los poemas siguen existiendo. ¿Y los poemas que no existen?

El acertijo de este sueño es: ¿puede traducirse un poema que no existe? ¿Por qué sí, y por qué no?
¿Y por qué no?

-Existen dos tipos de insomnio, dice el Alguien, el de antes de dormir, de donde nace la mentira, y el de noche cerrada, madre de la verdad.

Antes de dormir leí uno de mis cuentos favoritos, "La jaula blanca de Túnez en forma de pagoda", de Milorad Pavić. Esa frase es del cuento; a punto de pronunciar su nombre ("¡Pavić!") me despertaron los mosquitos.

Estoy trabajando junto con Romina Rodríguez en un proyecto alrededor de dicho cuento, y releyéndolo entendí que había una clave para su tratamiento que sólo podría entender en el sueño. En otras palabras, es preciso creer que ciertos sueños son respuestas cifradas a preguntas que nos hacemos. Si la pregunta se plantea concretamente, su formulación ya implica la respuesta, ya lleva en sí los términos en que la respuesta es posible. Si la planteas en términos de números, la recibes en números; si en palabras, en palabras. Tal vez plantear las preguntas es más difícil que recibir las respuestas.

Este insomnio, madre de la verdad, ha sido productivo: una suerte de respuesta hecha de más preguntas.

El cuento es el primero de Siete pecados capitales:

viernes, 19 de julio de 2013

Otro toro

La luz al final del túnel será la enceguecedora, la de la calle. Te acostumbras rápidamente al laberinto de aire del afuera, al tránsito y la anonimia civil, a las formas de conducta correcta con los extraños.

Podrían ser el decorado de una tienda departamental, robots u hologramas; como fuera, forman parte del paisaje, se organizan en curiosas mareas como pájaros u hojas secas. Se miran --nos miramos-- con desconfianza. No hay motivos para dudar de la gentileza de los extraños; tampoco para garantizar sus buenas intenciones. Una sana sospecha, te dices, una mínima distancia a través de cada uno de los actos cotidianos que te haga parecer inofensivo ante el ojo del otro, que a su vez sospecha de ti. Teatralizar una tos naturalísima, una poca de cojera, una herida mal curada en los flancos.

Escondiendo el puerco dolor de donde los demás pudieran verlo, pero sin envolverlo tan bien que no se note su resplandor podrido. Caminándolo, resguardándolo, como un niño o una hoja de papel de la lluvia.

Pero camina rápido. Que nadie te mida las huellas. No estás paranoico, pero bien puede ser que alguien te esté siguiendo. Nadie que hiciera bien su trabajo trataría de secuestrarte, claro; pero desconfías de los exnovios celosos. De las viejas rencillas de borrachos. De los pleitos jurados que llegan a término, que vencieron y que se amontonan en la cola del desaguadero. Ellos pueden ser los que te siguen, de los que te desprendes en una carrera imaginaria, los acreedores del amor mal pagado, haciendo erráticas figuras entre la multitud; comparados con la tuya, su velocidad es una forma de la inmovilidad, pero no se notan unos a otros, y sabes en el fondo que no son ellos. Un zumbido más no suma al avispero.

Al menos durante el día.

Por la noche se trata de un ecosistema totalmente distinto. El afuera del día se vuelve encierro: los que caminan por las calles en la madrugada están encerrados en el afuera, los unos con los otros, como sobre una rejilla del metro por donde se filtra hacia la superficie un poco de calor y un grupo de niños de la calle se amontona sobre periódicos y cartones. Hay lugares con imán, hoyos negros. Los puestos de tacos, los sitios de taxis, las tiendas abiertas 24 horas, las luces de los policías: puntos focales para la carrera de relevos de la mirada paranoica.

Saber qué decir, ser local en todas partes, reaccionar con naturalidad a los extraños. Tú eres de aquí, tú vas pasando por aquí, no importa quién sea el interlocutor. Los malandros y la policía funcionan bajo códigos similares, reaccionan ante las mismas sospechas y obsesiones básicas, creen que escondes cosas que no escondes en los mismos bolsillos. No les disputes nunca la autoridad, eso lo aprendiste pronto. Ni a los ladrones ni a los policías. Ellos tienen la razón, se juega todo bajo sus reglas. Ellos tienen un arma y tú estás en la calle al tiempo que ellos. Nadie puede culpar a nadie.

Pero ellos no son el enemigo en realidad, son un obstáculo. Hay que desembarazarse pronto. Nunca salir con mucho dinero, pero tampoco sin nada (pueden darte una golpiza en cualquiera de los dos casos). Hay que compartir lo que se tiene, sea un malandro o un poli. Cigarros, sobre todo. Un billete de baja denominación. Estos zapatos no valen nada, mírelos nada más. Pero todo esto se puede evitar con una frase comodín como "Buenas, jefe". Bajas de categoría en su radar si eres el primero en hablar, pasas desapercibido más fácil. Tal vez te conocen y no recuerdan; tal vez te detuvieron ya, te preguntaron si ponías para la siguiente caguama. Ya te pasaron báscula antes, no se acuerdan cuándo, pero mientras hacen memoria o se extrañan frente al saludo de un extraño tú ya pasaste.

Tal vez no te pondrías en esas situaciones si estuvieras más ocupado. Si aceptaras más trabajo. Si te quedaras más tiempo en casa. Si vivieras con alguien y alguien se preocupara por si llegas y en qué condiciones. Pero estas situaciones se siguen produciendo porque la noche funciona con unas reglas mucho más interesantes que la inercia productiva del día. Y nunca faltan buenas charlas. Ya no es ni siquiera necesario beber. Las drogas enturbian, restan atención. Es necesario otro entrenamiento, otras velocidades para entrar y salir de las agendas diurnas y nocturnas, para mezclarlas, barajarlas hasta dejarlas irreconocibles como día o como noche, hasta lograr desvanecer la barrera entre sueño y vigilia.

Insomnio no es. El insomnio es una coartada. El insomne es el que no sabe por qué no quiere dormir. Pero yo tengo muy claro por qué duermo y por qué no duermo. Al menos eso lo tengo claro, lo demás no tanto. Pero ambas categorías --sueño y vigilia-- nunca dejan de evaluarse mutuamente y de mostrar una sospecha tan incuestionable que se vive en una paz armada con el estado de realidad. Le vas a llamar mañana y decirle que soñaste con ella, pero ella te dirá que eso pasó hace 3 días en su casa, o que leyó en el Facebook de alguien que esa historia es de un manual de mecánica del siglo XVIII. Esas cosas pasan. No importa de dónde venga la información mientras se siga mezclando. Al menos la información tiene referencias, la realidad no.

Te quedas esperando a Rafa y a Frank. Llamaron hace una hora y venían a pie. Puede que vengan en camino, que los hayan detenido, que los hayan asaltado o que no vengan, porque se quedaron en la fiesta o dormidos. Las opciones son finitas y no se contraponen con tu posición de ser el que espera. Se te ocurrió citarlos sobre el Eje porque está más vigilado a esta hora, es cierto. Este punto en particular, donde está el sitio de taxis de los dueños de los puteros y de las ficheras que suben a otro y otro taxi para seguir la fiesta en otra parte, o para convencerse de que duermen, para no caer en la tentación de soñar que siguen bailando.

Además sólo ahí se puede encontrar comida a esta hora. Tamales y atole. Eso o cacahuates y pastillas de menta. Espero 10 minutos y me voy. No tengo hambre. Parece que no va a llover otra vez. Me atravieso a comprar cigarros en el K. Dos más se acercan con una caguama vacía. "A reponer los muertos", dicen o les digo, no importa. Estamos en la misma fiesta, no importa que nunca nos viéramos antes. Esa es la complicidad básica. Bajamos un poco las defensas a través de la cortesía sólo para mostrarle al otro que somos tan inofensivos como él. No tengo idea cómo lo hagan las mujeres, pero seguro será más sofisticado. No sé si una chica de la facultad saldría inerme a estas horas de estas calles, pero ningún vago se atrevería a chiflarle a la fichera que va saliendo con su abrigo largo, unas cuentas rojas rozándole los altos tobillos encasquetados en sendos tacones de aguijón, a la que le cierran la puerta del taxi y le prenden la luz para que se ajuste el maquillaje --siempre excesivo, siempre innecesario, casi teatral, como el de cualquier mujer que usa maquillaje de día-- y se pierden manejando en la calle vacía, fingiendo una prisa que el taxista finge a su vez.

Una fuga.

Y ya pasaron 20 minutos y estos cabrones que no llegan.

Será volver a casa, rebuscar en el bolsillo --ese escroto secundario, que dice Deniz-- por las llaves y entrar sin que nadie nos mida las huellas, e incluso al entrar al vestíbulo del edificio dudar si no hay alguien que nos espere franqueándonos las esquinas; luego de dudar rápidamente de la posición de cada sombra, dudar una vez más en el rellano de cada piso, de cada pasillo. Podrían estar, aunque sabes que no estarán. Hoy tampoco. ¿Quiénes?, no sabes. No importa. Es necesario cuidarse de ellos. Incluso después de entrar a casa y echar el pestillo. Después de dejar las llaves en la repisa y el saco sobre la silla. La precaución al encender la luz de la habitación no mengua; imaginas sombras que te saltan realmente encima desde las esquinas, pero nada de ellos. E incluso al cerrar los ojos dejar que el oído siga vigilando un poco más. Sólo por si se les ocurre esperar a que te duermas para venir.

Que no te atrapen desprevenido, esa ha sido la consigna desde siempre, pero francamente ya estás cansado.

Tanta precaución te hace sospechar, a tu vez, que toda esta vigilancia y práctica de la atención es una forma de desear que te atrapen. Que te atrapen cómo o por qué, tampoco importa. Todo lo sabremos a su tiempo. Es de lo que se trata al final para los cristianos y ni siquiera la superstición del pecado original pueden tomarse en serio. La culpa a priori. El efecto precediendo a todas las causas. La condena antes que el delito. Porque sabes que al menos has estado encerrado aquí afuera, con ellos. Con ellos, pues, como diciendo con ustedes. Pero después de que te pones los párpados en su lugar como las alas de una enorme cucaracha, ya estás sólo verdaderamente con ellos. Todas las precauciones acaban. Empiezas a soñar. Sabes que estás soñando incluso antes de estar dormido, balanceándote en la frontera del estado alfa. Y sueñas que caminas en una calle larga donde un camión de pollos está descargando floreros llenos de medusas. Te dices que es extraño, pero que a fin de cuentas la orina que neutraliza el veneno de las medusas es de un olor muy parecido al del pollo. Te das cuenta que estás soñando y caminas más rápido hasta que la velocidad se vuelve una forma de la fijeza. Ya puedes estar en más de un lugar al mismo tiempo. Ya eres también los que te persiguen, y puedes anticiparte a tu propia vigilancia.

Y al menos en el laberinto transparente el monstruo y el héroe se saludan con indiferencia, pero sin rencor, a través de sus paredes invisibles.

a Tania