sábado, 19 de enero de 2013

Mapa de un continente imaginario llamado América


Sobre Parto, de Agustín Hidalgo
Este texto aparece en la revista chilena dévora #0,01, del 2012.

Parto: nacer, partir. Abrir, acción de romper, irse. Nacimiento, inauguración, gozo y su reverso: fin de un estado, una partida por agotamiento, clausurar la presencia mediante la evasión, mediante la ruptura. Parto: yo rompo. Lo que parte es destruido o inaugurado. Pero el parto de me voy y el parto de lo que nace implican un movimiento; este movimiento, nos dice Agustín Hidalgo (Santiago de Chile, 1985), sería placentero: siempre físico, ya en el cuerpo del poema o en las manos que le dan forma, será el movimiento del placer o será la placenta, el paraíso perdido por excelencia, el jardín elacional, resort amniótico transformado en erial irrecuperable que abandonamos para que todo ocurra. No es poco lo que nace en Parto (La Faunita Impresora, 2010) ni poco lo que debe abandonarse a condición de que exista.  Es, pienso, el prólogo de la obra por venir; Parto que exige ser presenciado, asistido: en el rigor que nos ocupa, leído.

Partida

Es moneda corriente llamar “libro de poemas” a un conjunto más o menos homogéneo, en tono y forma, de pequeños fragmentos, obra de circunstancia o accidente —como, por otra parte, no podría ser de otro modo: toda obra está preñada de su circunstancia— que se avecinan o por azar o por la no siempre plausible necesidad de publicar, de hacerse público, de hacerse leer. Pero Parto exige —y merecerá sin duda— sus lectores no desde la contingencia que es regla, digámoslo de nuevo, desde el conjunto de poemas sin pies ni cabeza —acefalópodos, poemas que ni caminan ni piensan—, llenos de los lugares comunes recién redescubiertos por mi generación [1]: el trabajo de Hidalgo podría leerse como una exploración formal que brinda al conjunto su sentido de unidad: dolorosa meditación desde el poema. Hablo aquí de meditación porque Parto además de exigir lectores en el gesto de hacerse público, de ser publicado, rebasa como en los buenos poemas el horizonte de sentido que propone; su sencillez es engañosa: a pesar de su factura narrativa, lo que pone en juego no es únicamente la reelaboración de una mitología histórico—geográfica, sino su reconstrucción desde el fragmento. Un “médico de trozos” como dice Hidalgo en El Museo Nacional de las Partes del Cuerpo, que reconstruye el cadáver desde los retazos. Algo nace en Parto, sí, pero desde el testimonio,Agustín parece sugerir que el feto dado a luz ha nacido muerto,  o ha sufrido una fragmentación violenta como Coyolxauqui u Osiris:

            Y dio la luz los hombres apilados como muertos de la fosa común
            montones de hueso y piel salían
            escapando del incendio parir
                        de su abismo placentero

fragmentos del sujeto colectivo, sombra de unos restos de hombres malnacidos, el poema del nacimiento se vuelve, así, escena del crimen; el poeta, su detective.
Hemingway decía “encuentra lo que duele, luego presiona”, conseja que parecería seguir nuestro autor con implacable obediencia. El poema deja de ser, en Hidalgo, una fascinación por el ombligo propio y aborda la yugular de lo que duele. De ese dolor parte para reconstruir o reelaborar la historia imaginaria de un país imaginario, un país que parece existir únicamente en este libro pero que tiene todos los rasgos de un Chile cualquiera. 




Lo que parte

El poema se vuelve el lugar y el método de organización de una geografía simbólica. La materia de su organización (lo que parte y adjudica: partir, en el sentido de dividir para asignar, como los territorios de terra incognita del siglo xvi en América o durante el xix en África, etc.) es el territorio y la Historia como fronteras simbólicas de una condición ética.
No se trata del estéril delirio del adolescente que cuestiona, como bien o mal puede, su bagaje histórico, gesto de núbil rebeldía, de mayoría de edad de la conciencia: como aquellos escribidores que creen estar haciendo el mundo de nuevo a partir de la dudosa actualización de las búsquedas formales del siglo pasado, de la poesía concreta y del neobarroco no ya como expresiones de una postura frente a la realidad sino como mero gesto performativo, como siniestro recurso escénico en la página. He propuesto que estamos, en Parto, frente a una meditación porque en medio del ritmo —acaso deberíamos hablar de contracciones, de espasmos prenatales— el poema se vuelve una serie de pistas para reconstruir el sentido de lo que se parte. No basta destruir la bandera, el territorio, el himno nacional (“himen nacional”, precisa Agustín) y poner en entredicho, una vez más, la inoperancia del relato histórico de América; no: destruir es asumir. Destruir es nombrar la herida propia, articular el relato del crimen. Nombrar es curar.
Existe una impronta política indudable en Parto. Frente al poema utópico que solemos encontrar, el que propone hacerlo todo de nuevo, sólo que mejor esta vez, Hidalgo nos propone asumir, por ejemplo, los huesos dolorosos, la suma de las heridas, el cementerio particular que, nos dice, formamos con nuestras imágenes:

            Si tuviera que ponerle un nombre a este neopaís
            le pondría Chile
            porque si tuviera un hijo le pondría Chile
            si tuviera un gato o una madre viva
            le pondría sencillamente Chile

Asumir es la clave. Me parece que estamos frente a un proyecto de largo aliento pese a la brevedad de este Parto en sí; el horizonte de la obra parece vislumbrarse ya en germen, o deberíamos decir, ya como nacido respirante con carta de nacionalidad. El tiempo dirá. Pero pensando en la carta de nacionalidad, otro asunto implicado en Parto, Hidalgo parece sugerir que la visión de lo nacional sólo puede abordarse desde lo propio, no desde cualquier brumoso y trasnochado y siempre exteriorizante nacionalismo; lo mío, continúa Hidalgo, es lo que duele, lo que puedo ver desde la herida. Lo nacional no puede abordarse más como secuestro de conciencia a través de la ideología (insulsas fiestas patrias festejando qué), es decir, firmando carta de nacionalidad a condición de pertenencia a erráticos estados-nación; como nos dice Hidalgo, lo nacional ocurre como experiencia particular, interiorización de lo privado. Esta posición política implica una revisión a conciencia de lo que conforma la circunstancia particular del individuo en nuestro momento histórico. Hidalgo no se anda por las ramas y se va al inicio de todo este desastre que por accidente llamamos América, pasando revista a

            los Diegos de Almagro o los Franciscos Pizarro
            ...
            los Quetzalcoatles que bajaban de las alturas           


a la conformación de una geografía y una historia de lo universal a lo particular:

            Yo la vi
            mientras los arcabuces
            le lamían las piernas
            y mientras ella abría la boca
            como un río Bío-Bío
            ella era las minas de oro y plata
            ella era la reina Isabel de Castilla
            era Cristóbal Colón
            o toda Guinea metida en una isla

etcétera.




Nonatividad: el fantasma

El poeta colombiano Álvaro Mutis no acaba de reponerse del traumático evento que supuso la caída del Imperio Romano Oriental, último evento político que lo implica personalmente, según ha dicho [2]. Agustín Hidalgo, lejos de hacer mutis frente a la Historia, la asume con un gesto extrañamente similar, conciente de que su propia circunstancia está implicada y en cierta medida determinada por el supremo accidente de ser un chileno de finales del siglo xx. Y es en el poema, espacio privilegiado de las eras imaginarias, el tiempo donde confluyen todos los tiempos, según Lezama Lima, donde podemos confrontar el ultraje de la historia en primera persona y acaso darle orden.
El poema como espacio de confluencia de todos los tiempos y geografías le funciona a Hidalgo, a la manera de las cajas de Joseph Cornell, para disponer los objetos ruinosos, la basura, el desecho, el cuento del oprobio y a través de la organización de tales elementos, articular su relato. Poco importa que el resultado sea estético: la belleza, ese resplandor de la verdad, sólo puede entenderse como efecto de la perturbación que el poema genera en su lector, no como aquella belleza parnasiana, impersonal de la contemplación autista y onanista del propio ombligo, sino la belleza como el modo privilegiado de acceso a la verdad. El filósofo Josu Landa nos lo recuerda respecto a Hegel, para quien “la verdad y la belleza son también idénticas, puesto que esta última consiste en la manifestación sensible de la Idea.” Y el poema de Hidalgo tiene momentos francamente perturbadores; es decir, bellos.
María Zambrano propone cantidad de ideas notables, entre ellas, dos: que la razón poética es un modo de conocimiento; y que no es completamente desdichado el que puede contarse a sí mismo su propia historia. En este ajuste de cuentas que propone el poema de Hidalgo, el dar cuenta de la historia es precisamente una labor de autopoiesis, de auto—construcción, de poner en juego el propio estar en el mundo encarando el ultraje nacional como afrenta personal, la condición americana como condición de posibilidad de la propia existencia. El poema como ejercicio de autopoiesis y el concepto zambraniano de piedad podrían darnos alguna pista (caminamos siempre a tientas en el poema) del derrotero que Hidalgo se ha impuesto, del crimen que perseguimos; piedad: trato con lo otro, generalmente lo divino; pero no la piedad cristiana rayana en la misericordia —ese modo compungido del orgullo— sino el posicionamiento frente a lo que nos rebasa. Las circunstancias de nuestro propio nacimiento nos son tan ajenas y tan irrenunciables como la Historia y la geografía de nuestro lugar de origen. Hacer el relato —la historia— y darle forma —remarcar el territorio imaginario, hacer geografía— es un acto peligroso pero insoslayable. Hacer un poema es una entre otras posibilidades de asumir todo lo que nos conforma y delimita a pesar de nosotros; es un modo de tratar con todo lo que me es.
Espacio privilegiado, el poema difiere de otros modos de articulación del relato en que no se trata de un yo que dice, sino que lo dicho mismo funciona y conforma un estado del yo. Y más: el poema es en sí mismo una forma de yo en tránsito. Territorio, así, librado de la posibilidad de asedio y conquista, el poema asume la forma de lo que está en juego a través de un proceso histórico; toma los rasgos del fantasma para volverlo visible, subvirtiéndolo. Se llega al poema por aproximación: árbol por árbol hasta encontrarse de paso por el bosque. El poema puede ser aún utopía como estrategia de desmarcaje y resistencia, pero difícilmente —pues no sería poema, no sé qué sería—zona de concentración ideológica o comunicación, patria del slogan; es una instancia de mediación, una manera de habitar el mundo.
Agustín se cuenta a sí mismo su propia historia, que es la de la decepción de una idea de patria, es decir, el lugar del padre (pater) y desde ahí propone el ejercicio no contrario, complementario: leer la historia nacional, con sus símbolos, sus nombres propios, sus dioses locales —y pensar, por qué no, que la localidad es América misma— desde una mater, una matria:

            la madre la hija la espíritu santo
            la niña la pinta la satán maría


La mecías, a la Mesías

El elemento femenino estará presente a través del personema “hija”: la hija que debe ser protegida de las ovejas que han devorado el país de los selknam, la que hace la primera comunión en una fiesta de barrio en octosílabos cantadores, la Niña de las tres calaveras (perdón: Carabelas de los Colón-izadores [3]), la que se presagia ya en el primer verso de Parto y que tal vez sea la misma que engendra los hijos muertos que poblarán este país fantasma, este país de este continente imaginario, la misma que se implica, en la vecindad de la madre y el espíritu santo, como una mesías desde la belleza, la que sabe que su cuerpo es el poema de donde todo nacerá

            La hija intuye
            que todos sus movimientos son un verso
            si se lava la cara o si juega con el barro
            en las manos de su nana
            todo se podrá transformar en un verso

la que acaso preside el grito del último poema, el llamamiento, el nuevo evangelio desde la locura —condición de posibilidad del futuro:

            Vamos a tirar escupitajos
            de ácido...

y que, al contar la historia de lo que implicó vivir en la patria del oprobio, guiará el neobautismo de la neopatria: así como Chile será el nuevo nombre de Chile, según se nos anuncia en Parto, pensar que América alguna vez podrá ser el nombre de un lugar habitable, aún por descubrirse o inventarse.
Pretensión utópica final: que el lugar que habitamos por accidente sea precisamente el que querríamos habitar por pleno convencimiento en el mejor de los mundos posibles. La evasión que se anuncia en el último poema, ese “vamos a tirar” allá, siempre más allá, sospecho que se trata del “más aquí”, irrevocablemente aquí que está por ser inventado. El presente que ha ganado en su todavía el movimiento de su devenir, no como soporífera revolución desde la oficialidad, sino como acto de conciencia desde el poema: el ahora como única posibilidad. Como ha dicho Octavio Paz: “Todos los siglos son este presente”. El ahora como posibilidad; el futuro como imposibilidad, como renuncia. Parto articula desde la niña, la imposibilidad de la égida de la Niña. Ese fracaso es su única victoria.
Lo que nace en Parto es el relato de un ajuste de cuentas con la realidad que, como he dicho, se vislumbra apenas. Este Parto es el de un imaginario poético que tendrá que dar mucho más en el futuro, ese lugar utópico por excelencia que el libro exige y habita ya desde su posibilidad latente, paciente: placenteramente naciente.

México D.F., verano y 2010



[1] No quisiera desviar necesariamente la atención del tema que nos ocupa, pero me parece conveniente elaborar un breve apartado sobre mi interpretación de lo generacional, noción que condiciona el modo en que leo Parto dentro del contexto referencial que propongo.
“Generación” puede implicar aquello que es generado, el proceso por el cuál algo se genera, y convencionalmente para la crítica literaria implica un siempre provisional punto de referencia que sugiere la periodicidad e historicidad de una promoción literaria. En este sentido, acotar una generación literaria implica poner de relieve una diferencia de escritura. Habría que tomar en cuenta los procedimientos técnicos que hacen posible este acotamiento tanto como el imaginario, la estilística y el contexto desde el cuál se pretende leer dicha promoción. Al hablar sobre los “lugares comunes” de mi generación, hablo sobre las insistencias u obsesiones recurrentes en escrituras más o menos incipientes de los nacidos en los 80 y 90; pienso en puntos comunes como el desencanto frente a una tradición literaria que se ve con desconfianza, en los mejores casos, crítica y provechosa, y en los más, simplemente reaccionaria y adolescente; en la imaginería de lo que Paul Virilio ha llamado última frontera (Ciudad Pánico. Libros del Zorzal, 2008), esa de la colonización espacial frente a la desertificación de la posibilidad del viaje y la anulación de la distancia: la referencia a un universo mental paralelo a la exploración espacial o a las nanofronteras del cuerpo humano mismo; la incorporación de referentes de la cultura popular a modo de dignidades textuales, etcétera. Me gustaría elaborar al respecto en otro espacio (curioso lapsus). El problema da para mucho.
[2] Maqroll el Gaviero.
[3] Un interesante espectro productivo: Colón/iza (la bandera); colon y zar: el espacio del desecho real, etc.

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