domingo, 30 de junio de 2013

Buena mano

a ti

1.

Luego de que te fuiste me pasé por un puesto de baratijas. Pregunté por un par de grabados para la nueva casa y me puse a revolver los libros aún por acomodar (el puesto iba abriendo). Encontré un par de cosas interesantes: una buena traducción de Apología de Raimundo Sabunde de Montaigne y Los caminos de la libertad de Bertrand Russell, que no conozco. La Apología es uno de los textos más largos y marcadamente filosóficos de Montaigne. Traigo a Montaigne en la cabeza desde ayer cuando pensaba distraídamente sobre los ancestros. La leyenda dice que la lengua materna de Montaigne fue el latín, así que es lógico deducir que sus primeros interlocutores --sus compañeros de jardín de niños, por decirlo así-- fueron Ciceron, Ovidio, Tito y Lucrecio, al que siempre vuelve. Algún despistado le reprobó en algún textito olvidable su manía de citar a diestra y siniestra, de montar dentro de su propio discurso versos o apotegmas de los clásicos latinos, pero pensaba que en realidad en su caso --en su muy particular caso-- se trata de la recuperación de su genealogía simbólica, de sus ancestros. Su refranero estaba compuesto de versos latinos, como el de Rimbaud, pongamos por caso. Algo semejante ocurría con el niño Sartre, y seguramente con todos los poetas de siete años.

2.

Cuando pagué por el par de libros (precio especial, pero sin mucho regateo, por la hora sobre todo), el vendedor me dijo el clásico "que tengas buena mano". En México esta frase significa un modo muy especial de dar gracias al primer cliente del día. Una variación que también se inscribe en el orden de la fe ocurre cuando se llega a un acuerdo sobre el precio, pero con ligera o aparente desventaja para el vendedor, y este le dice al comprador "bueno, $X para que me persigne." Siempre me ha llamado la atención el que la gente haga la señal de la cruz con el dinero, como si la barrera entre agradecer y fetichizar se disolviera y el dinero fuera la encarnación misma del milagro. Aunque cada quien tiene derecho a sus fetiches, me gusta más "que tengas buena mano" porque no implica sólo un recibir el dinero y fetichizarlo (es decir, otorgarle valor en sí mismo en lugar de verlo como una herramienta de intercambio), sino algo así como dar algo de vuelta al comprador en el agradecimiento, algo además del producto que compra, me refiero. De hecho esta mañana la frase me llegó casi como una deuda, como si además de los libros hubiera recibido un hechizo de buena suerte o algo así, y por un momento vi mi mano como un objeto ajeno y encantado.

Mientras caminaba para buscar algo de desayunar me acordé también de La mano de la buena fortuna de Goran Petrović. Efectivamente hay una mano implicada, la que le tiende al joven corrector de estilo un libro, un libro muy extraño. La aparición de una mano que entrega un libro y luego desaparece o pasa a segundo plano es en sí misma un tremendo motor narrativo. Otra mano tiende un libro al protagonista de La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo, probablemente una de las mejores novelas mexicanas del siglo pasado y de las menos conocidas. En Melo como en Petrović, una mano determina el destino de sus protagonistas. Una mano --ni buena ni mala, como el destino mismo-- pone una pieza nueva en el tablero --digamos, una tercera reina o una reina respawneada en el tapiz ajedrezado, y cuya irrupción no será nunca inofensiva. Una tercera mano de fortuna (el nombre antiguo de la suerte, velut Luna, statu varaibilis) incluso activa el mecanismo de esa pieza de orfebrería alquímica, El Golem de Meyrink.

3.

¿Qué manos habrán traído todos estos libros en los que nos hemos encontrado tantas veces, tú y yo? Hemos entrado y salido de galerías de espejos sin encontrarnos y claro, incluso sin saber que nos buscábamos. Y de pronto ahí estabas, como si hubieras estado siempre, con la fuerza de esos elementos subversivos, de los desastres naturales que modifican todo lo que tocan. Sospecho que esos lapsos de inconsciencia que se nos presentan en la grieta del orgasmo --esa discontinuidad suprema-- se comportan como umbrales o ventanas a través de los cuales podemos modificar, yo qué sé, incluso nuestro ADN. Todo parece tan claro en ese momento --tan ordenado. Hay una noción ordenadora y algo como una orden, un imperativo gozoso, alguien que nos dice sin palabras , y no necesitamos saber más. Todos los saberes se colman y la presencia es encarnación. Desde las manos que nos sacaron a la intemperie de la vida, las que nos ayudaron a cruzar las calles y los aeropuertos y los cientos de centrales camioneras; las manos que nos acariciaron y nos hicieron sabernos cuerpo; las manos que nos golpearon y nos hicieron tomar control del cuerpo; las manos que empuñaban nuestras pequeñas manos para enseñarnos a garabatear el grupo de signos de nuestros nombres (loa y gracia a la maestra Ofelia del kinder, que me dio todas las palabras), toda la cadena humana de manos que hizo aptas nuestras manos para recibir las manos del otro merecen un agradecimiento que no soy capaz de articular. Por eso pensaba ayer en los ancestros: en que todos los libros deberían comenzar por agradecer el lento trabajo de modificación de los lenguajes, trabajo del que somos un eslabón solamente, acaso el más frágil, una copa sosteniendo la tensión de las cadenas. Y de repente una mano sabia llega y ni siquiera tiene que hacer el gesto archiconocido por la iconografía socialista de romper las cadenas. Basta con que las marque, con que las indique (así, con el índice) para que el encadenado sea un poco más libre, para ganar otro trecho de libertad, por pequeño que sea, frente a la muerte. Es decir, para dejarnos agradecer incluso la muerte y esperarla como si la buscáramos, como recomienda el Bushido a los samurái.

4.

Abro al azar, con estas manos que aún huelen a ti, Los caminos de la libertad de Russell. Leo esto:

El agradecimiento, aun bajo la forma de remuneración, puede llevar un cierto placer en la vejez a un hombre de ciencia que ha luchado durante toda su vida contra el prejuicio académico, o al artista que ha sufrido el ridículo por muchos años, por no pintar del mismo modo que sus precursores; pero su trabajo no ha sido inspirado por una esperanza de tales goces. Todo el trabajo más importante se debe a un impulso en el que no se calculan las ventajas que uno puede lograr, y puede promoverse, más bien que por afán de recompensas tardías, con facilitar las circunstancias que conservan el impulso y dan mayor ocasión para manifestarse en las actividades a que éste estimula.

Agradecimiento, sí. Me parece bien estúpido que pensar el agradecimiento traiga imágenes del agradecimiento en los Oscar. "I wish to thank the Academy", etc. Como si el agradecimiento pudiera volverse objeto, o sólo pudiera articularse a través de un objeto. ¿Qué objeto podría ser el agradecimiento mismo? No puedo pensar en otro que en libros. Cristina tiene un texto muy bonito sobre los agradecimientos al principio de los libros, esos donde se enumeran colegas, instituciones, en fin, todos los pares de manos que hicieron posible un libro (recuérdame que te lo pase.) Pero incluso esos agradecimientos, en rigor, son necesariamente mezquinos y parcos. Económicos. Uno nota a leguas los compromisos que ordenan y asientan lo Real en ese libro, así como las contingencias que lo vuelven objeto concreto y consultable, legible incluso en una edición online. Además de mezquinos esos agradecimientos son además incompletos: en rigor tendrían que incluir a los usuarios del dispositivo idioma, los que han puesto en su límite del lenguaje el límite de su mundo, y lo han traspuesto también mediante el silencio. Manos de buena fortuna las que me trajeron a ti, o las que te trajeron a mí, pienso. Sin duda buenas manos las que ponen en contacto estas manos nuestras (tremendo pronombre, acaso nuestro nombre verdadero) que no dejan de reconocerse en el rostro o palma de la otra como animales que se huelen en la oscuridad, que se miran con los ojos cerrados en su mirar de manos afortunadas.

5.

"Gracias", entonces, se revela con todo su peso inabordable de metáfora. Una palabra tan pequeña puesta en las manos del otro, como un libro o un regalo. "Gracia" misma es equivalente a regalo, y regalo a veces se sustituye por presente, i.e. otorgar una gracia, recibir un presente. También tiene algo de inesperado todo lo que se recibe por gracia; de involuntario, diríamos, de ajeno a la voluntad. En este sentido el destino sólo puede operar desde la antípoda de la voluntad. ¿Cómo construir un destino? Uno se entrega al destino, en todo caso, a la fuerza de sus operaciones, a sus caprichos. No me gusta la idea de destino por su tufillo de predeterminación, pero sin duda que me gusta la idea de gracias como un presente, como una materialización del tiempo del aquí y ahora a través de una palabra. Como nada me lo impide, incluso puedo imaginarme que son las gracias las que crean el presente, es decir, las que hacen que nuestra idea lineal y occidental del tiempo funcione. Y es que gracias está en un curioso lugar con respecto a lo que refiere: si se dan las gracias después de recibir algo, actualiza el momento de la dádiva hacia el presente, reconociéndolo como pasado, integrándolo incluso, historizándolo en el continuo más cercano al momento del habla.

Pero también --y esto me parece fundamental-- las gracias pueden crear futuros, pueden dar por recibido algo que todavía no se recibe. Ejemplo de la primera acepción son los ex votos católicos, esos cómics devocionales; ejemplo de lo segundo son las máquinas de rezos de los templos tibetanos, donde el creyente pone su oración en un papelito dentro de un palo de madera que, al hacerse girar, "multiplica" la oración, como un algoritmo para multiplicar las consultas de una IP durante un ataque DDoS. Mecanismos más sofisticados permiten que incluso sea el viento el que haga rodar el palo de madera de las oraciones. Las ingenuas y a veces involuntariamente cómicas cadenas de oración de los cristianos se fundan en el mismo paradigma: en que la petición es más efectiva o más agradable a los dioses si se multiplica, es decir, si no es uno el que pide para sí, sino el que pide para otros lo que pide para sí.

6.

Hay una fábula zen que aprecio mucho. Me la contó J.K., lo que la vuelve aún más querida para mí. En ella vemos a dos monjes que rezan cada día, uno siempre molesto y angustiado, otro siempre feliz. El angustiado le pregunta al otro cómo hace para que sus oraciones sean tan efectivas, porque es claro que algo debe estar haciendo mal él, quien por más que pide no recibe nada, mientras su compañero no deja de descubrir nuevas instancias --habitaciones, se diría, en la mansión del espíritu. El monje feliz le responde que, a diferencia de él, que reza para solicitar, el sólo reza para agradecer.

7.

Parecería, pues, que el agradecimiento es también, sobre todo, un acuse de recibo. No una operación contable, un inventario o catálogo de los dones, y definitivamente mucho más que una simple cortesía civilizada (que es, al final, a lo que se han reducido todas las estructuras sociales en su ciega repetición.) Gracias es una operación de modificación espiritual. Algo parecido a reconocer que hemos sido cambiados, transformados en alguna medida, aunque no sepamos racionalmente en cuál. No es necesario saberlo: gracias siempre es una palabra pronunciada por un hombre diferente al de un segundo anterior, por una mujer que apenas puede reconocer la que era ella misma un año atrás, un minuto antes. Gracias es la primera palabra de alguien que acaba de nacer.

Podríamos agregar incluso que esa forma precisa de agradecimiento del librero de hace rato ("que tengas buena mano"), duplica este reconocimiento y multiplica el sentido transaccional de la frase: en lugar de terminar la transacción con el escueto "gracias" de los comerciantes, acto performativo incluso prescindible, los vendedores mágicos --acaso los simplemente supersticiosos-- nos suplementan con un exceso, con algo que rompe la pretendida equidad entre el valor monetario de un objeto y el objeto mismo.

En una transacción normal uno intercambia dinero y recibe algo de valor equivalente. Si la cantidad de dinero es menor al valor de cambio del producto, el vendedor pierde; si el vendedor pide una cantidad de dinero superior al valor de cambio del producto, el comprador podría verse estafado (esto compone a grandes rasgos la desigualdad económica a través de la reproducción de una inequidad o no reciprocidad estructural en la adjudicación del valor de cambio, pero no queremos distraernos con esas cosas por ahora.) Pero en la transacción concreta donde compré por $50 pesos Los caminos de la libertad de Bertrand Russell y Apología de Raimundo Sabunde de Michel de Montaigne, aunque demos por descontado que el valor de cambio de las ideas y su transformación en valor monetario es arbitrario, contingente y regulado por la disponibilidad y saberes específicos que son el contexto de negociación entre vendedor y comprador, evidentemente yo salí ganando por la generosidad del vendedor.

No sólo me llevé dos libros, sino que me llevé algo así como una facilidad de las circunstancias que conservan el impulso y que darían mayor ocasión para manifestarse en las actividades a que éste estimula, que decía Russell. Es decir, me llevé la suerte, a la vez que el vendedor, a través de su creencia, se quedó con ella. Tal vez eso sea lo más bello de las gracias, que darlas de este modo sólo puede multiplicarlas. Por eso son un recurso retórico infalible, dejando la palabrita como una fruta donde la significación se ha podrido, dejando apenas un comercio de cáscaras.

Pero poco importa.

Cuando te fuiste no te dije "te quiero" sino "gracias". O puede que te haya dicho "te quiero" y no "gracias", pero en realidad me cuesta ver la diferencia, tratándose de ti, entre ambas expresiones. Te di algo con lo que me quedé y me diste algo que te llevaste. Damos lo que no tenemos, que dice Lacan sobre el amor. Y al darlo --a ese dar del amor que es puro recibir-- lo creamos.

8 y último, lo prometo.

Abro de nuevo al azar a Russell. Leo lo siguiente. Agradezco:

El arte surge del lado salvaje y anárquico de la naturaleza humana; entre el artista y el burócrata tendrá siempre que haber un antagonismo hondo, continuar una lucha de hace muchos siglos, en la cual el artista, siempre vencido exteriormente, vence al fin por la gratitud de la humanidad a causa de la alegría que crea durante su vida.

Gracias, T.

miércoles, 26 de junio de 2013

Disolución

En los años que llevo investigando el sueño, sus particularidades y las formas en que la conciencia se aparece o difumina en él nunca había experimentado nada como lo que pasé anoche. Luego de una meditación ni siquiera tan profunda --y de un día con sucesos que, por su carácter mismo de imposibilidad, destruyen las referencias de la realidad, por lo que un poco más o menos nada tiene sentido-- pasé por una forma de sueño lúcido desconocida al menos para mí; fue como si mi conciencia fuera un Dante llevado por virgilios hacia el fondo de mi inconsciente, o como si en un estado de parálisis parcial pudiéramos entrar caminando al terreno del sueño con todos los sentidos alerta, una exclusión que ha sido fundamental para el estudio del sueño de Artemidoro a Sartre: uno no entra al sueño con los sentidos alerta. Esos se quedan acá.

Pero ayer no.

Recostado en la posición que la escuela Bö prescribe para hombres en canal central, noté que el escalofrío que precede a veces al sueño era tolerable por mi conciencia; todas las pruebas que se pone el cerebro para saber si está despierto y que creo conocer tan bien --los escozores súbitos, los vértigos, las pruebas de alerta en las que sólo reparamos cuando nos ocurren en estado alfa-- no lograron perturbarme ni sacarme de concentración, aunque sin duda me sentía perplejo y no dejaba de experimentar la contradicción que suponía el estarlos percibiendo, como si de pronto, al sumergirnos en aguas profundas, notáramos que es posible respirar sin dificultad.

Lo más parecido a eso antes fue una vez que logré escuchar las voces del sueño y seguir escuchando las voces de un grupo de compadres que bebían en el callejón bajo mi ventana en una casa que habité hace mucho. Sin importar su contenido, la existencia de un grupo de voces de hombre, en el callejón, representaba la realidad misma, mientras que las voces del sueño --un coro femenino-- eran la existencia misma del sueño. He descrito en alguna parte esa sensación como sumergir la cara en una pileta o cantidad de agua mientras los oídos se sumergen y resurgen a voluntad; esa diferencia de registro en la percepción sonora es una buena metáfora de la sensación que tuve ese día, pues sin abandonar la función misma de la escucha podía prestar atención alternativa o simultáneamente a unas y otras voces. Pero lo de ayer extendió mucho más ese registro.

Primero noté que tenía erizados los vellos del brazo derecho en una zona cercana al codo; luego noté que si fijaba mi atención en esa sensación podía transportar lo que sea que hacía que el vello se erizara, hacia otras zonas del brazo. Era como llevar un vértigo en una copa, como ver un fantasma. Si me emocioné no lo recuerdo, solamente seguí llevando ese vértigo de una zona a otra de mi piel hasta que pude sentir mi cuerpo completo a través de ese vértigo, ser consciente de cada uno de los procesos que se llevaban a cabo en mi cuerpo. Versiones de esta meditación son utilizadas cotidianamente en el sueño lúcido a través de meditaciones de intención que, junto con la atención, es uno de los ingredientes de la vigilancia consciente al interior del sueño. La diferencia ahora fue que el sueño ocurría en mis sentidos, que estaban agitados, agudos y sensibles, a la vez que mi cuerpo permanecía en una calma de muerte, mar en reposo.

Noté que, transportando la atención sin mucho esfuerzo de una idea o una intención hacia otra podía hacer que mi cuerpo experimentara distintas sensaciones que comenzaron a convivir con el material onírico latente. Es decir, si pensaba en una mujer la sensación de su cuerpo se apoderaba de mí y podía sentirme penetrándola y abrazándola como si ella efectivamente estuviera ahí, como si pudiera verla con el cuerpo. A pesar de esa tentación que suponía (aunque luego de jugar un poco) traté de explorar otras posibilidades de ese estado de conciencia, más allá del mero placer físico. Me fijé la intención de experimentar la muerte. De morir cientos, miles de veces. De aprender propiamente a morir, de flexibilizar mi conciencia para aceptar las condiciones de su propia disolución. 

Me sentí a mí mismo entrar volando a bordo de un dragón de jade a un palacio hecho de oro y perlas. Las paredes, el techo considerablemente alto, todo estaba lleno de joyas vivas. Primero pensé que las galerías de ese palacio estaban estructuradas como un cuerpo, pero luego me di cuenta de que estaban estructuradas --adivinaron-- como un lenguaje. Como en esa clase magistral de Lacan en Louvin, 1972, el pensamiento se pensaba a sí mismo y encontraba eco en esa red o fibra óptica/nerviosa conformada por los estudiantes que escuchaban. Lacan estaba al mismo tiempo dentro y fuera del discurso. Era capaz de echar a andar un discurso sin perder de vista una suerte de metaconciencia discursiva que le permitía sortear y evidencia las trampas del discurso mismo. Recordando la experiencia de hace unas horas (mi ciclo de sueño no llegó a 6 horas en total) siento que esa tensión dentro-fuera del discurso es análoga a la que sentí, como cuando Lacan dice la transferencia es el amor y luego se pone a desdecirlo, a apuntar las "trampas" de las que la fórmula está plagada, atendiendo con extraordinaria sensibilidad a los ciclos de comprensión y sedimentación de la idea al ser expuesta en voz alta, como una piedra con sus consabidas ondas concéntricas al ser lanzada en un lago.

Estuve en guerras, como tantas veces en mis sueños. Fui perseguido, cazado, escondido y encontrado, evadido, destrozado en una forma corpórea y reconstruido en otra, muriendo muertes sucesivas y reapareciendo otra tantas veces, sin perder, al tiempo que lo experimentaba, la conciencia de mi entorno, de mi habitación y de mi cuerpo concretos, de los ruidos circundantes, la música de la calle, el tránsito, un helicóptero trasnochado, incluso los mosquitos picándome en la espalda destapada. 

Hace tiempo se me ocurrió que el sonido del mosquito es lo único que no se deja soñar: es el sonido mismo de lo real --no de la realidad-- que irrumpe y fija la condición ilusoria tanto del sueño como de la vigilia; un sonido que dispara todas las alertas, todos los ciegos instintos de destrucción, un sonido, en fin, que activa la conciencia vigilante y que se contrapone al sueño. Pero había entrado en tal dinámica que incluso el sonido del mosquito aserrando zumbidos cerca de mi oreja fue incapaz de romper mi concentración.

Y es que ayer recibí un libro que no existe, o mejor dicho, que no debería existir. Un libro maldito, propiamente. Tener ese libro y estar expuesto a él es como estar frente a un monstruo. La existencia misma de ese libro y el que yo esté en posesión de él ya es suficientemente peligroso en sí mismo como para seguir hablando de él, pero ese --entre otros-- fue un evento que cimbró los referentes de mi realidad, que me ayudó a persuadirme del carácter ilusorio de esta, y de tratar, acto seguido, de ver cuánto somos capaces de doblar sus mecanismos, de evidenciar sus trampas. 


sábado, 22 de junio de 2013

Noche de San Juan

No somos ni por mucho las mejores mentes de nuestra generación --pero algún consuelo aporta haberse curtido lejos de las peores. De donde venimos todos nos disputamos la vida entre mordidas como los tiburones neonatos, alimentándose de sus hermanos más débiles antes de respirar en el océano por primera vez.

Dos italianos que dicen ser hermanos. Sabemos que ambos mienten al tratar de ponerse de acuerdo en el orden de la verdad.

Hay que golpear el árbol del trueno en la pantorrilla para asustar a los guánimos. Son pájaros de testuz difusa que nublan el pensamiento y la vista de la jícara donde la luna se despinta los ojos.

Si no son los mejores en el idioma, son de los mejores que haya conocido. Con los únicos que se puede intercambiar trozos de idioma que, a pesar de la demencia, el cansancio y el exceso, conservan bajo el lodo la pátina de alguna belleza casi perdida.

Casi podrido nos pasamos estos restos de lenguajes humanos. Legajos podridos de carne muerta, luz de cien mil estrellas filológicas apagadas. Transamos en idioma con carne corrupta de la que nacen flores diminutas y de colores afilados, como gritos de niños.

Entre Televisa y la Policía. Entran a una tienda abierta las 24 horas y pagan con su dinero honrosamente ganado --o robado también, a quién ofende la verdad-- por otro paquete de tabaco que tampoco durará. Tiendas abiertas 24 horas en las calles inescrutables; compran cigarros y roban dulces. Entre Televisa y la Policía, evadiendo lo más posible ambos frentes, no tienen necesidad de mucho más.

¿Vara será varón? ¿Esta vara --la misma-- que siempre se me aparece en las manos durante las caminatas muy largas? ¿La misma del desierto, y la de la montaña, y la que se rompió junto a un mar amarillo y la de esta mañana, incluso, será la misma vara que midió nuestros dudosos méritos ayer? ¿Esta que dejé estacionada afuera de casa de Frank, como la escoba de una bruja, y apareció apenas hube franqueado, Frank, el hueco de la puta caverna? ¿Como Lázaros?

Vara la misma que ha lazado los globos que el globero dejó amarrados al hilo negro que todos vienen buscando de un tiempo a esta parte y es que no lo encuentran, ya viste, porque está amarrando esos globos que se dejan levantar con la vara frente a la Arena Coliseo como la bandera de un país imposible. Una nacionalidad absurda. Un cobijo de piratas celebrando el año nuevo chino con un dragón de plástico hecho con las estrías anales de todos los planetas de este sistema. Mientras tanto, una piedra infestada de simios egocéntricos cruzaba silenciosamente el infinito, como una hoja atraviesa sin prisa, apenas mecida por la calma, un mar sin orillas.

El alma es un exceso de agua. No podemos llevar exceso de equipaje. Somos, ante todo, portátiles. Cabemos en cualquier orilla. Si nos golpean incluso podemos hacernos más pequeños, ocupar aún menos espacio. Reducidos a polen, nos apretaremos contra el pecho las rodillas, doblaremos las velas de los pulmones y nos quedaremos sin hacer mucho ruido. Nadie notará nuestra presencia si sudamos. La cosa es pasar muy rápido. La gente no sabe poner atención. No estamos tampoco para enseñar a nadie.

Al Sebas le trajeron Cosmos de Gombrowicz. Creo que ya no podría recordar bien a bien de qué se trata la novela si me lo preguntaran. Para mí es la historia de cómo conocí a M., de las fotos de D. en La Habana, de todos los pájaros muertos que me encontraré por la calle toda la vida (gorriones de basural, ratoncitos con alas). El más reciente capítulo de Cosmos es Cosmos, el perro de Frank, el embajador del inframundo.

El alma puede curarse caminando. No es un mal endémico. Podemos volver a nuestro ritmo natural de respiración.

Por fin lo has conseguido, Javier Raya: si tus padres te vieran caminando con esa mueca rotunda y flexible en el lugar del rostro, no dudarían en cruzarse al otro lado de la banqueta. No es que no te amen: es que no serían capaces de reconocerte.

Los maderos de San Juan
piden pan y no les dan.

Hace dos años fui un escritor ruso quien, junto con algunos de mis amigos franceses, optamos simplemente por la felicidad, sin preguntar ni decir nada, como quien juega ruleta rusa en sueños.

Rojas las escaleras, altísimo patíbulo. Roja la duela, rojas las sábanas, rojo, rojísimo tu cabello rojando el Red de King Crimson, los amplificadores están conectados a nuestro sentido del olfato, y en alguna parte la luna llena hace un biombo para recolectar tu divino menstruo.

Es hora de hacer la ofrenda de este año. Como somos más pobres que nunca, ponemos en una bandejita a flotar en un charco de gasolina nuestra cordura.

Cada uno de los accidentes del camino es sagrado y está hechizado por todos los frentes, saboteado de magia. A reventar. Reventando.

Escupimos espinas de tiburón.

En el desierto cubrimos las cabecitas de los tres niños. Entonces vinieron los tres viejos santos. El último posee un idioma compuesto exclusivamente por diferentes acepciones de un NO fundamental que sin embargo nunca utiliza; sólo sabe decir .

Hace tres años recibimos el verano, como habitantes del invierno que hemos sido, en esta misma calle. Tabasco. Nuestra ofrenda fue copiosa entonces, nuestra serenidad fue feliz --nuestra felicidad, serena, y ninguna de las puertas del mundo podía cerrarnos ningún paso. Esta noche, la simple idea de puerta me produce claustrofobia.

Así que de este modo es que uno se convierte en vagabundo. No hay proceso social que sea más interesante ni apremiante, digamos. El vigilante del cine de Juárez duerme en la banqueta, o dormita mientras se alumbra con el reflejo de una pequeña TV. No hay nada qué cuidar en ese basurero abandonado hace años. La única propiedad es un estacionamiento cerrado por las noches, subterráneo. Ese vacío es el que tiene que cuidar ese viejo acostado entre sus cobijas con olor a sudor y orina, ese hueco para que alguien ponga autos mientras no los esté usando. Como civilización parece que podemos permitirnos incluso ciertos lujos.

Ocioso preguntar si esta sangre es mía, o de quién carajo es esta sangre, a ver, hijos de la chingada.

Dos argentinas a las puertas de un Oxxo como ante las puertas del Paraíso. Rafa dice que le mordería la nalga derecha a una; Sebas, que le mordería la nalga derecha a la otra. Ellas, sin enterarse del diálogo pero apretándose contra sus bolsos de post fiesta, se dan a entender como pueden en el más cilindrero de los castellanos de borracha y le piden al encargado medio dormido unos cigarrishos y quesisho güajaquita, si tenés, bonbón.

Un vagabundo a las puertas de Televisa, observando la antena roja de Chapultepec como si se tratara de la primera misión a la Tierra de un colonizador intergaláctico. Un vagabundo con los ojos saltados por la droga y el insomnio sintiendo cómo la piel ya no le sirve para sentir, cómo precisa también de asfalto, de la complicada nervadura del plástico extendido sobre ramitas, en puntos estratégicos de la ciudad, para recabar y convertir información meteorológica en procesos neuronales.

Pero sabe que nada puede crecer bajo esta torre de microondas; sabe que los árboles incluso son de plástico. Las banquetas son de plástico, los policías son de plástico, todo lo que su mano toca es la versión sintética de una cosa extinta. Un vagabundo frente a Televisa, mascullando, rumiando, masticando un nombre de pila en la bocina de un teléfono público, "¿Octavio, Octavio?"

"¿Paz?", preguntamos,  y se nos queda mirando...

Así, justo con esos ojos.

Así.






jueves, 20 de junio de 2013

Retrato a los 27

No sabría reconocer La Realidad aunque se me presentara en la forma de una extraña en la puerta de mi casa. Una extraña en la forma de una mujer vestida de negro --lleva el pelo largo, rizado y rojo como las nubes en una postal marítima, como una habitación donde un crimen se está llevando a cabo--, la bufanda oprimiéndole la garganta, se diría, como si fueran a colgarla de una rama o un campanario; se diría, a punto de ponerse a llorar.

El espejo del baño tiembla en su clavo con el aire de la tarde. Me veo temblando ahí, desnudo mientras el teléfono suena y suena. Buscan al chino que vivía aquí. Alguien del otro lado de la línea habla en chino. Su tesón es notable: el chino, si existió, se fue hace muchos años. Pero la esperanza permanece, como el azogue y el vidrio y el viento que hacen temblar La Realidad, muerta de frío.

Uno camina entre sangre coagulada y pintura y libros y restos del almuerzo y productos para matar cucarachas. La línea recta genera imágenes de apoplejía; todo es derivar o naufragar con estos pisos de madera, duelas rotas conectadas a otras duelas como un sistema nervioso. Uno puede sentir cómo baila el otro en la habitación de junto. El problema es cuando no hay nadie en la habitación de junto pero alguien, sin duda alguien debe estar bailando en este momento.

En este punto de la historia todo se vuelve más confuso. El personaje no sabría reconocer La Realidad, no sabría reconocer El Amor así viniera a su puerta con un ramo de flores de cementerio y le dijera no te vayas nunca y le dijera está lloviendo afuera y le dijera son las seis de la tarde.

Apoltronado, con un sudor de obsidiana supurando el nombre de una mujer hace mucho desaparecida, el personaje escribe una noticia en la computadora. Yo lo veo desde la cama, anotando el más mínimo de sus movimientos en mi cuaderno. No podría interesarme menos lo que a él le interesa, si es que todavía le interesa algo. Se diría que estoy realizando una historia clínica, de manera que los forenses tengan alguna idea de por qué tiene la mirada como si estuviera a punto de soltar un grito.

Cuando salí de la Habana, ay, mamá por dios.

sábado, 15 de junio de 2013

Ninjas en la Alameda

Uno de mis vagabundos favoritos, Marcelo, me aborda en la Alameda. Lleva una chamarra morada o púrpura de plástico o nylon, brillante por el desgaste y seguramente por la lluvia. Le pregunto que en qué anda, que si ya me va a enseñar sus nuevos dibujos (hace dioses aztecas increíbles, pero no me deja escanearlos); dice que no, que quiere quemar un poquito de crack. Le digo que lo van a torcer. Otra vez. Me dice que no. Que se va a ir para allá. Un poquito más para allá. A donde no lo vean ni lo moleste nadie. En los escondites que casi nadie sabe dónde encontrar fuera de la vista de los policías y las cámaras. Son los ninjas del panóptico. Yo traigo un suéter morado o púrpura. Curioso, lo noto después de que se aleja con mi moneda. Parecemos devotos de San Lázaro, todos así, mohínos y recalcitrantemente sucios, lánguidos a la menor oportunidad, con el reloj circádico administrado por un hámster en Red Bull y MDMA. Somos unos resucitados que vagan buscando dónde caerse muertos.

lunes, 10 de junio de 2013

Balbucear

Sueño: Estoy con mucha gente inofensiva en un lugar que no conozco. Puede ser una escuela, una fiesta o un museo. Se parece a cualquiera, en todo caso. Sé que estoy despierto dentro del sueño pero no puedo moverme ágilmente ni volar, como si mis huesos fueran de espuma. Apenas logro estar de pie. Nadie parece notar que soy una especie de títere o trapo, a pesar de que me esfuerzo por explicarlo. Tardo mucho en articular la oración más simple, como si las palabras tuvieran que salir con mucha fuerza para vencer el límite de la boca y aún así el sonido saliera sólo a medias. Pienso que me he vuelto un zombi. Me digo a mí mismo "¡Despierta!", y me lanzo luces encima, como si tratara de dilatar mis pupilas para que entrara más luz. Licht.

De pronto estoy en un lugar que es mi casa pero donde nunca estuve antes. Hay mucha gente dormida. En el suelo, en las habitaciones, en el baño incluso. El suelo parece respirar y comienzo a desesperarme. ¿Quién les permitió quedarse así, tan campantes? Los cuerpos comienzan a respirar más aprisa y el suelo es una especie de orgía masiva --curiosamente silenciosa--, que más que parecerme atractiva me parece el fin de la comunicación. Hablo de eso con una chica mientras alguien se la monta.

Cuando alguien trata de hablar conmigo y yo trato de darme a entender, sólo balbuceo. Salen sonidos como los de un borracho que no ha dormido en tres días. En una escena del sueño estoy afuera de un museo o biblioteca donde exhiben una colección de libros de cine del siglo XVIII. Un viejo trata de hacerse el interesante y le salgo con una réplica witty (anoche estuve leyendo a Wilde), lo que provoca la risa de los demás. Pero no me siento victorioso por esa retórica de salón. Me siento mal. Salgo a la calle y cruzo una avenida grande, los autos vienen rápidamente y no planean detenerse. Muevo mis brazos con todas mis fuerzas pero mis piernas no responden. No tienen huesos, parecen de tela. Cruzo y del techo del museo cae una especie de sleeping bag, el cual se revela como una almohada portátil, púrpura con un forro verde claro.

Me estoy convirtiendo lenta pero inexorablemente en un zombi.

Alguien máteme.

sábado, 8 de junio de 2013

Carta al hijo que no tendré - Magdalena Camargo Lemieszek


Querido mío, ahí vienes.
Pequeño, corriendo cuesta abajo como una libre,
sorteando las piedras y el tronco de los árboles.
No sabes lo grande que te haces,
creces como un alud en el descenso.
El pecho te hierve de velocidad
y atrás las orquídeas florecen
porque han bebido de tu miedo.
Eres bello pues no lo sabes,
pero esta es la primera vez que rompes a correr
para salvarte.
Eres bello también, cuando lanzas de golpe el rastrillo
y riendo te sumerges en la pila de hojas secas
y recoges con ternura las lechuzas que han caído de sus nidos.
Yo te espero abajo, de pie, frente a la casa,
con el bosque de plástico preparado para el juego,
en la repisa sigue completa la caja de soldados.
Sé cuántas veces soñamos con ese mismo verde resplandor en el vacío,
mientras las máscaras de humo fueron endureciéndose año con año
y sus palabras fueron hilvanándose, cayendo como cuentas, una sobre otra.
Perdóname no haberte mostrado otro dios que la belleza,
no haberte obligado a ponerte de rodillas
para masticar sin tregua las raíces de la culpa.
Perdóname, pues la única vez que soñé contigo
te había abandonado.
Hijo, he envejecido.
Toma mi corazón disminuido por el tacto del invierno,
es pequeño como un broche
y tan liviano que es incapaz de causar daño.
Tómalo sin miedo, ya no puede herirte.
Llévalo hasta el mar y entiérralo en la arena.
Vuelve a decir en voz baja ese poema que repetimos cada noche
en lugar de las plegarias.
Entonces imagina la más poderosa de todas las metáforas,
coloca frente a ti una cuesta ominosamente pronunciada
y échate a correr
con tanta fuerza
como puedas.

[En: Hijas de diablo, hijas de santo: poetas hispanas actuales. Comp.: Daniela Camacho.]

miércoles, 5 de junio de 2013

No es para tanto

Tal vez no queremos justicia, sino una alternativa más o menos viable a la frivolidad. Un entretenimiento que pueda mantenernos en suspenso, interesados, pero no demasiado involucrados. Responsabilizados es una palabra demasiado fuerte. No es que nadie tenga nada contra el existencialismo, monsieur Sartre, pero gremialmente la sociedad acuerda a cada minuto que no es para tanto.

Se ve que somos exagerados. La tecnología nos volvió espectadores de nosotros mismos y ahora nos dedicamos a parodiar comportamientos. Tenemos el armario lleno de clichés. Todos tienen un armario, al menos dos --uno para esconderse del otro. Cosa de sacar lo primero que se encuentre y disfrazarse de uno mismo. De la versión del uno-mismo que se desee, claro, o bien que se permita a expensas del azar. Quién no tiene importancia.

Los géneros son recursos; los hombres son mujeres biónicas; los libros son performance; la arquitectura es efímera; el idioma es el lenguaje. Romper una definición crea un nuevo recodo del laberinto. ¿Hoy toca disfrazarnos del monstruoso Teseo o del niño astado, Minotauro? ¿Por qué no hacemos un crowdsourcing para decidirlo? De todas formas no tendría sentido ser el único árbol que cae en el bosque cuando nadie lo está tuiteando. Pero no quisiera sonar ni apocalíptico ni mucho menos. Hicimos un pésimo papel en el findelmundo pasado. Teníamos todas las condiciones a nuestro favor pero nos faltó empuje. Es decir, nos faltó algo a nivel de apoyo. Estamos viendo qué es. Propondremos aumentar el importe de las becas del próximo año.

Tal vez se trate de cierta forma perversa de lidiar con la conciencia del derrumbe. Turistas del vértigo, abrazamos la imagen del asfalto, la volvemos permanente en la memoria, como si hubiera existido siempre, la volvemos contemporánea de la eternidad y justo en el momento en que nos da la gravedad por aludidos el condicionamiento se activa y permite olvidar. Pedir confesión, por ejemplo. Recordar todas las causas a las que se apoyó con un Like o un RT. Todos los niños del África Subsahariana que nombraron a sus descendientes en honor a su benefactor, @pakit_perez666. Y que para alguien fuimos la persona más importante del mundo.

Si algo nos importara de verdad tendríamos miedo de morir. Verdadero miedo y no este simulacro, este capítulo del condicionamiento, esta incluso cortesía o deferencia que tenemos al decirnos "cuídate" cuando nos despedimos. Es brutal allá afuera. Hay gente matándose (no importa cuando leas esto) por razones científicas. La guerra no es tan grave. Recuérdese (¿lo dijo Tocqueville, Sun Tzu, Churchill?) que la guerra no es sino la política por otros medios. Es muy parecido a la tan mentada interdisciplinariedad, pero de otra forma. Más vale que se vayan acostumbrando. Lanier ha dicho que esta generación definirá el curso del Internet de los próximos 1,000 años. Sus fotos de Instagram estarán en un museo, banda. Hablarán de las eras analógica, digital y prostética como nosotros hablamos del protozoico, del mesozoico y del paleozoico. Somos fósiles andantes. Estamos a punto de extinguirnos y nos administramos un coctel de mezcal y Game of Thrones sólo para no pensar en ello. De cualquier modo pensar está sobrevalorado.

Probablemente alguien esté inventando en estos momentos una app para eso.

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