sábado, 23 de noviembre de 2013

Georges Perec sobre la escritura de los sueños

Entre mayo del 71 y junio del 75 Perec se sometió a psicoanálisis. En un texto que trataría de dar cuenta de esa experiencia, el autor expuso además de su imposibilidad para escribir dicho re-envoi, su particular proceso de escritura onírica --vía Regia que, como para Freud, tampoco era lo que parecía al principio:

Mucho antes del comienzo del análisis, había comenzado a despertarme de noche para anotarlos [los sueños, se entiende] en libretas negras de las que nunca me separaba. Muy pronto tuve tanta práctica que los sueños me llegaban escritos, con el título incluido. Pese al gusto que conservo por estos enunciados secos y secretos donde los reflejos de mi historia parecen llegar a través de innúmeros prismas, he terminado por admitir que estos sueños no habían sido vividos para ser sueños, sino soñados para ser textos, que no eran la vía regia que yo creía que serían, sino caminos tortuosos que me alejaban cada vez más de un reconocimiento de mí mismo.

Perec, Pensar/Clasificar, ed. Gedisa, Barcelona, 2008, p. 76

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Alguien canta en el centro de un círculo imaginario

Buenas noches, gracias por la invitación, y especialmente a Raúl Picazo. Gracias a ustedes por estar aquí a pesar del frío.
En mi vida sólo he conocido una hospitalidad más grande que la de la muerte (la casa cuyas puertas no cierran ni de día ni de noche): la hospitalidad del poema.
            Todo congreso para discutir asuntos sobre poesía y poética me recuerda, cuando más, cuando menos, al simposio platónico: toda ocasión para la voz es ocasión para la sustancia alada de la que está hecho Eros, el hijo más leve de la diosa. El pensamiento es una voz erotizada en el silencio: la teoría, la crítica es eso mismo: es el silencio en voz alta.
Y les contaré aún que tengo para mí pocas reglas en lo tocante a la crítica y al amor, excepto una irrenunciable: se piensa desde la poesía o se piensa mal.
Si esto fuera una mesa de análisis podríamos poner el cadáver de la diosa a disecar: el podio se convertiría en anfiteatro y, como en un cuadro de Rembrandt, de las brillantes, fétidas vísceras, de la tumefacción de los rasgos, de su abstracción ilustrativa haríamos rancho. Pero a lo que vine hoy fue a contarles las ruinas más recientes, porque ocurre que del movimiento de la escritura uno pareciera ser el copiloto atado a la nave del futuro: la acumulación de signos que transparentan como en un velo la música del pensamiento nos lo vuelven permisible, y basta para que la voz esté autorizada que acepte mostrarse tal como es: con su máscara de horror entera, con los labios listos para el beso y el escupo, entregando sus alados ritmos al olvido.
            En otras palabras, un hombre habla al centro de un círculo imaginario. El círculo primero fue la luna, de la que, como los animales, aprendiera el aullido. El canto feral se convirtió en eco: el otro que, como yo, aúlla, permite que exista el círculo del yo; soy yo en cuanto participo al otro de mi aullido: ese otro, ese yo que es nosotros recién inaugurado, transó, trenzó con voz el sentido del nosotros, ese plural que se extiende y se retrae caprichosamente y que se conoce con el nombre técnico y exagerado de humanidad.
Pero el nosotros existe sólo en las condiciones del canto, es decir, en las condiciones de sabernos secretamente en torno a un fuego que nos precede, donde cada uno a su turno toma la palabra, como la mies más generosa de la cacería: tomar la palabra sólo a condición de darla a los otros, de volverla de todos o de nadie.
            El pensamiento no se desarrolla en soledad durante la mayor parte de la historia de nuestra especie: el pensamiento no se pensaba, se cantaba. La estatua móvil de la voz era la voz inmóvil del fuego cantando en los aedos y pitonisas,  halagando incluso a los poderosos que costeaban el canto, el entretenimiento digestivo, y en un susurro, revelando la disposición del dios a la pregunta del consultante.
            Aprendimos relativamente tarde a leer: hace apenas 500 años de nada o poco menos, como práctica masiva, utilitaria y no especializada. Antes de eso el libro era un recurso de élite (como, por otra parte, lo siguió siendo siempre): la biblioteca de Alejandría se quema a plazos porque los papiros que albergaba no ayudaron nunca, en su mudez de museo, a los pobladores alejandrinos a liberarse del yugo de los Ptolomeos, y toda la ciencia y toda la belleza de la Antigüedad estaban ahí para justificar la barbarie organizada, la forma primitiva de ser moderno desde siempre: la esclavitud, donde el hombre no puede ser hombre a secas, sino de tal a tal hora. Así, las turbas revoltosas, tempranos anarquistas, quemaron erráticamente secciones de la Gran Biblioteca, hasta que, con el retumbo de los bárbaros recorriendo el Mediterráneo, algún ladrón sagaz recuperó algún puñado de papeles, mientras los demás se dispersaban hasta desaparecer, del mismo modo en que los materiales impermeables de la memoria no permiten conservar un sueño completo, salvo un puñado de fragmentos. Hablamos de los presocráticos porque de ellos tenemos solamente ese puñado de papeles con sus nombres, pero Ilíada sobrevivió a todos los fuegos mientras se siguió cantando. Lo peor que pudo pasarle fue haber encontrado la imprenta en su camino (porque todo libro, al nacer, se sabe prometido al fuego): desde entonces los dioses, inmóviles, nos miran desde la página en vez de bailar a nuestro alrededor. Atenea habla en Ulises cuando este sugiere el terrible aparato. Los dioses no escriben. Los mortales escribieron para recordar las palabras que les dijeron estos antes de salir despavoridos del Olimpo.

            Pero el argumento de los orígenes, al menos en lo tocante al fuego originario, puede ser engañoso, e incluso siniestro. Los nazis destruyeron las bibliotecas de Europa en una búsqueda precisamente hacia los orígenes: un proceso anticivilizatorio, la modernidad entendida como reinstitución de la barbarie: eso es el fascismo, latente en toda institución que literaliza su función, en todo funcionario menor que dice “el Estado soy yo”.
En la palabra sabot está todo el anarquismo: el sabot es un tipo de zapato que se colocaba entre los engranes para entorpecer la cadena de la máquina y retrasar, al menos un poco, la industrialización que dejaba descalzos a los saboteadores. Es en el pensamiento moderno que la poesía vuelve a ser sospechosa de conspiración. La respuesta moderna fue endiosar la poesía para ignorarla de mejor modo: saber, de oídas, que el poema y quien lo escribe es digno de respeto, aunque no se lea nunca. La palabra “poeta” conserva desde entonces ese tufo a sanatorio o presbitería, a convención de impostores, a conspiración de esos siervos que, incapaces de producir cualquier cosa, se dedican a juntar palabras. Los hacedores de versos, para validarse frente a un poder totalitario que estrictamente no los requería, inventaron los himnos mediante los cuales el poder siguió celebrándose a sí mismo. El poder, con alta autoestima y actitud proactiva gracias a las porras del poeta, le exige burocráticamente que participe del progreso haciendo imprimir, como si fuera un libro de ciencia o de economía, aquello que hasta entonces sólo existía mientras se cantaba.
Escribir un poema. Qué cosa más absurda.
El círculo imaginario abierto en la rueda del fuego quiso cerrarlo uno modernísimo, uno que incluso relataba sus sueños perversos en diarios y cuadernos de apuntes: Theodor Adorno, moderno Platón, hubiera querido desterrar del mundo toda la poesía futura, todo el poema que sirviera de pasamanos, de heraldo terrible del poder, todo canto que no hubiera sido cantado para cuando Auschwitz cumplió su plazo de dolor. Pero incluso entonces, la poesía se vuelve una casa tan hospitalaria como la muerte: porque el que llega al poema es siempre el que va al encuentro de un Sahara a su medida. Bienvenido, el extranjero se siente también esperado y como en casa, pues el lector es siempre el extranjero, el que llega del mundo al lugar donde una voz habita. El hogar de la voz donde el fuego del canto late, porque la voz del fuego admite la doble naturaleza de la página y del canto, que es donde el poema tiene lugar.
            Y es sobre todo el poema el que nos permite conocernos a nosotros mismos, pensar nuestra circunstancia y nuestro lugar, y en caso de ver que no lo tenemos, inventarlo.
Estoy aquí para leer en voz alta algunos poemas, aunque el programa dice Slam poetry, por lo que he aprovechado parte de este tiempo que me han concedido para pensar en voz alta, como los locos, de qué manera coexisten el poema impreso y la palabra hablada en nuestros días, al menos como se me presentan o como logro entender esta coexistencia en mi propio juego, pero también para considerar algunas diferencias importantes entre una lectura de poesía convencional y un Slam de poesía: por ejemplo, que un Slam siempre es plural. En las lecturas de poesía “normales”, un Alguien acapara el micrófono, como hago en estos momentos, y dice lo suyo; en un Slam, el micrófono, la palabra, se alterna. En las lecturas convencionales, el silencio se da por sentado; en un Slam el silencio se merece o no, y el público está autorizado para distraerse si lo que escucha no le parece interesante o no le apela directamente: la cortesía para con el vate, esa burocracia engorrosa, es más una fiesta alrededor del fuego que una salmodia individual en torno al propio ombligo.
Esta lectura pretende ser, pues, la revisión de la voz hablada en sus diferentes registros, a la vez que un libro o efímera antología de las piezas que he escrito para la voz en los últimos 6 o 7 años, el más antiguo del 2006 y el más reciente de ayer en la noche; revisión pública, comparecencia de textos no pensados para ser impresos, no para formarse en el armazón del libro, sino, libres del libro, presos de la voz, para ser ejecutados por una voz, que a falta de una más apta tendrá que conformarse con los limitados recursos de la mía, pero finalmente, con la única voz que puedo pensar y con la voz con la que insisto en contarme el mundo todos los días: que no otra cosa hacen el filósofo, el teórico y el poeta: contarse el mundo para contárselo a los demás.
            Estos poemas, los del tipo de inflexiones y ritmos de lo que en inglés llaman spoken Word y que yo traduciría más bien como canto, en el sentido de los cantares de gesta o de los trovadores errantes, doblemente extranjeros siempre, digo, esta palabra hablada si hemos de ser francamente literales, son la única vía literaria que muchos escritores increíbles han elegido. Esto no es nuevo y no ocurre solamente en el DF. Más que hacerse imprimir, estos escritores sin libro cantan lo suyo en competencias lúdicas, en slams de poesía, donde el lector no es solamente escucha pasivo, sino colaborador de una pieza que está hecha por el instante para el instante. Poetas de la liga de los palabreros, de los raperos, de los MCs, de los teatreros, de los cantantes, de los performanceros, basan sus piezas en el recurso de la voz, en el sentido en que un poeta pager o de página basa las suyas en los recursos de la página escrita. Como un instrumento musical o como el equivalente a la página en blanco, las voces de gente como Rojo Córdova, Erick Fiesco, Sandino Bucio, Karlos Atl, MC Sad C, Mauricio el Moroco, Edgar Khonde, Edmée Diosaloca, los Barrio Nómada, Sara Raca, los Textosterona, Tino el Pingüino, MC Ewor, Sara Raca, Tito Barraza, Ulises López, entre muchos otros, crean piezas para el instante y desde el instante, para la voz y desde la voz, desde el escenario y no desde el podio, desde el tiempo y no desde el libro, desde la memoria (aunque hoy ustedes me vean, paralítico de la memoria, apoyado en la página escrita) en vez de la memoria prostética del libro. Y vengo como extranjero entre extranjeros a hablar de las mismas cosas de siempre: de las que la mente ignora pero las que el poema conoce.

Gracias por tenerme aquí esta noche.

Leído en el XIII Congreso de Poesía y Poética, 24 de Octubre de 2013
en la Librería Profética de la ciudad de Puebla.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Retrato con habitación a los 28 (fragmentos)

1.

Luego de habitar en mí, conmigo,
durante un tiempo acaso innecesariamente largo,
puedo decir que he pasado más tiempo
con César Vallejo que con la mayoría
de las personas que conforman mi círculo
cercano: mi cubo más cercano, en cambio,
es un filamento terrestre, última, pulida
hoja del libro de mi esqueleto
con vistas a la ciudad,
un cuarto sin entero, una parte sin el todo,
que dijera el cholo viejo, el mayor
de los tristes, el más triste de los hombres
en un día sin dios y sin diablo,
como cuando nací, del que no
vale la pena ni acordarse.

3.

De una parte a este todo me ha dado por decir
que soy un mago: por vivir
como quien mete la mano en el hueco
de la Nada y extrae sencillamente un conejo,
mis años perdidos en perseguir a las rotundas,
en transformar a las hermosas en bibliografía,
en adivinar siempre el As errado,
recibiendo únicamente naipes en el piso
a modo de correspondencia.

7.

Marcas de mosquito tengo también
en las paredes: dan cuenta de mi oficio furibundo
de por las noches odiar a secas, odiar,
para ponerme a odiar algo
que no me ponga la otra mejilla, para destruir
la ingeniería minuciosa del zumbido,
para mi gloriosamente sangre derramar en un aplauso:
hipodérmicas aladas del mosquito hipócrita,
mi semejante, el único entre los seres
a quien considero mi hermano de sangre.

10.

Si tengo plata en el bolsillo se me quema.
No pasan dos, tres días sin que los panes
se hagan duros en la cesta, sin que el agua
se llene de pelambre, sin que el tabaco
se desenrolle bajo la lluvia. Sobre todo
me define un paraguas
que siempre dejo olvidado en una banca.

11.

A últimas fechas le ha dado a un ratón
por venir a acostarse entre mi ropa
sucia.
Lo dejo hacer sin más: no me molesta.
A veces corre, se agazapa aterrado,
ombligo a tierra, todo él pulmón
peludo, fuelle bajo el jacal
que uso como mesita de noche.
Me habrá llenado ya de mierda
los bolsillos de todos los pantalones sucios,
o parido una estirpe de ratas
en la oscuridad de mi departamento.
Lo dejo hacer, creo
que ya lo he dicho: no me molesta.

12.

Antes de que se me olvide, oh fantasmas,
estoy a punto de mudarme nuevamente.
No manden ya sus naipes aquí: los abrirá
mi sombra y no escribirá respuesta
porque mi sombra no escribe: canta,
que es el modo de rezar de las sombras.

17.

Le he agarrado el gusto a lo fársico
y a lo délfico, y cobijado por un cuerpo
de mujer cansada —a qué mentiros—
más de una vez me sentí feliz.