jueves, 12 de diciembre de 2013

Don Nadie

En la FIL de Minería del 2010 (donde participé con esta lectura sobre lo que por entonces entendía respecto a la poesía mexicana de mi "generación"), tuve la oportunidad de charlar con el poeta chileno Raúl Zurita. Amable, sabio, bidimensional a causa de la enfermedad, me preguntó si había publicado algo de mi trabajo en forma de libro. Le respondí que sólo había publicado en mi blog, en revistas y periódicos --poemas sueltos, sobre todo, y que no estaba demasiado interesado en publicar libros impresos. Escuchó pacientemente mis razones, que en realidad no eran tales, pues supo ver el miedo de fondo que las motivaba. "Es bueno hacer libros de vez en cuando", me dijo, "para regalárselos a los amigos, para compartir."

Al año siguiente, aparecieron con mi nombre tres colecciones de poemas, que podemos llamar libros sólo de manera referencial: el primero fue El libro de Pixie, una colección de poemas eróticos editado con mucho amor por mi amiga Zaria Abreu en el fugaz proyecto Torre de Babel. El tiraje constó de 50 ejemplares, mismos que se vendieron el mismo día de su única presentación, en un centro cultural de la ciudad de Puebla --el mismo día, por cierto, en que salieron de imprenta. Yo me quedé con uno solamente que le regalé a una mujer que no lee poesía ni lee, por otra parte, nada en absoluto.

Por los rasgos una bayoneta, editado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, apareció dentro de la colección La Ceibita. Fue el sexto título de dicha colección, y cuyo tiraje de seis mil ejemplares me sigue pareciendo excesivo. Sin embargo, tuvo la fortuna de llegar a muchos más lectores de los que yo hubiera esperado, además de permitirme leer esos poemas en los más diversos foros del país. Sigo considerándolo un fragmento en el sentido en que los doce tomos de los Fragmentos de Marco Aurelio (mal traducidos como Meditaciones) son acumulaciones de una obra no inconclusa sino inacabada de origen, de lo cual la modesta plaquette amarilla refleja sólo un 20% o menos del borrador del mismo título, terminado en 2009. Sin embargo, la diligente pericia de Mónica Nepote, por entonces al frente de la dirección general de publicaciones, además de la fina lectura de Rayo Ramírez, lograron contar uno de los periplos posibles dentro del caos acumulativo, proponiendo una ruta de lectura que sigue pareciéndome afortunada, y que agradezco. El proyecto para reeditar Por los rasgos... en versión extendida fue aplazándose en diferentes editoriales hasta que finalmente fue dejado de lado. DMG, lectora original de esos poemas, conoció la versión extendida (suplicio que sólo conocieron dos de las personas que más quiero, Rojo Córdova y Edmée García) y su lectura fue fundamental en la selección de textos sometidos después al agudo escrúpulo de Mónica, así como a su generosa invitación. El pequeño libro amarillo fue obra en realidad de tres excelentes lectoras (Mónica, DMG y Rayo), y me permitió por primera vez regalar poemas en forma de libro, como aconsejaba Zurita, a los amigos.

El mismo año terminé Ordalía, que apareció en la colección Limón Partido y que es el único que podría considerarse algo así como un libro, en el sentido de una obra cuya exposición e historia está enteramente reflejada en el intervalo de una tapa a la otra. Su ejecución me sigue pareciendo muy deficiente, debido principalmente a que por entonces comencé a experimentar con mis ciclos circadianos de sueño; por decirlo así, escribí Ordalía durante unos seis meses en que dormía en promedio cuatro horas al día, repartidos en ciclos de 20 minutos cada cuatro horas, como los veleristas profesionales. Escribí ese libro dormido, pero me hubiera gustado tener más tiempo para corregirlo despierto. Jocelyn Pantoja, la responsable de la colección, me comenta que sigue imprimiéndose de vez en cuándo, pero desconozco el tiraje total hasta la fecha. Entiendo que aún se consigue en algunas librerías. Mi querido Javier Norambuena me regaló un prólogo que es la única lectura crítica --que yo sepa-- que se ha hecho de mi trabajo. También regalé cuantos ejemplares recibí de Ordalía, el último apenas hace un par de semanas, a otro secreto artífice de su forma final: Pedro Poitevin, quien señaló importantes errores en tres sonetos que figuraban en un borrador previo (lo que me disuadió de descartarlos y reescribirlos por entero) además de leerme con generosidad, paciencia y cuidado. Buscar libros de López Velarde y Gerardo Deniz con él por las calles de Donceles fue una de las alegrías más discretas de este fin de año. 

Estos "libros" tuvieron más amor y cuidado en su edición que el que yo he sido capaz de poner en su escritura, y algunos eventos recientes me han hecho recordar a las personas que los materializaron. Gracias a que fueron objetos que, como decía Zurita, uno podía "regalar a los amigos", encontré interlocutores valiosos, compañeros de trabajo, alegrías inesperadas como esta y esta, parejas sentimentales y de juergas, además de perder muchas fronteras en los viajes que no han dejado de sucederse; pero los libros encontraron eso a lo que solamente los libros pueden aspirar y merecer genuinamente: lectores.

Hace unos días me hicieron una entrevista de un portal de noticias (a cuento, supongo, de una absurda pelea en Twitter que no fue tal, y a la que no tuve entonces ni tengo ahora intención de referirme), una de cuyas preguntas fue "¿has recibido algún premio o reconocimiento por tu trabajo?" En honor a la verdad respondí que no. Participé en un concurso una vez, en el Desiderio Macías de Aguascalientes, y recibí una mención, pero no volví a someter nada al escrutinio de ningún jurado; aunque los haya diligentes, creo que participar implica creer a priori que nuestro trabajo tiene un valor que solamente a los lectores compete juzgar --y aún los libros premiados pueden hallar dictámenes poco favorables entre los verdaderos lectores, esa rara especie que se ve de vez en cuando aún, como un monstruo mitológico, con cuerpo de humano y los ojos llenos de palabras. Eso, por no mencionar el hecho de que participar en concursos implica igualmente aceptar participar en la política cultural que, en este país, es la que dicta la distribución de los prestigios y que, confundiéndolos con capital económico, no hace ni mucho ni poco bien al capital simbólico que el libro pueda albergar. He concursado en muchos slams de poesía, eso sí, tal vez demasiados; competencias más simbólicas que deportivas, con un jurado integrado por el público y el azar, similares en espíritu al mítico Certamen donde el público juzgó vencedor a Homero, que cantaba a la guerra, mientras los jueces premiaron a Hesíodo, cantor de la paz.

José Kozer me previno de no regalar libros: la gente no aprecia aquello que no le ha costado, y si no les cuesta no van a leerlo. También me dijo que es mejor publicar libros que perderlos. Pero otro evento reciente me obliga a disentir de la postura del querido maestro: a sólo dos días de haberlo puesto en línea, mi colección de poemas Los miembros fantasmas ha sobrepasado las mil descargas. Es un libro muy pequeño y sumamente modesto en cuanto a búsquedas estilísticas y formales, pasto de críticos, e incómodamente personal, yo diría, pero que tenía guardado desde hace meses en mi computadora. ¿Qué se hace con esos libros, pues? ¿Publicarlos para dejar de corregirlos, como decía Borges? ¿Olvidarlos y pasar al siguiente? Debido al robo de una computadora y varios discos duros (que conté aquí), perdí también las versiones y borradores de Los miembros fantasmas, por lo que preferí ponerlo en línea antes que perderlo otra vez frente a esos ladrones que tal vez no saben que no deben regresar a la escena del crimen, y lo colgué en su versión en PDF antes que buscarle editor. Y es que no sabría cómo llegar con un libro bajo el brazo a tocar una puerta en una editorial. Me aterra la sola idea, no sé por qué. En otro tiempo hubiera tenido suficiente material para publicar un poemario al mes durante años, porque nunca he creído en el "bloqueo creativo", esa exquisitez de algunos perezosos, y gozo, al menos desde el punto de vista productivo, de una sólida salud. Pero entre perder nuevamente todos esos textos que se van acumulándose lenta, periódicamente en mi computadora, o someterlos a becas o premios, o colgarlos gratuitamente en Internet, preferí hacer esto último. Hacerlo así, "regalando mi obra", como dijera una editora derrengada, me evita tener que lidiar con una comunidad literaria cuyas prácticas y políticas desapruebo, y permite un acceso sencillo (si bien, no siempre cómodo, por tener que leerse en algún tipo de pantalla) a los textos para quienes quieran acercarse a ellos.

En otro lado escribí sobre por qué el compartir contenido por Internet es mejor que no hacerlo. Pero no siempre pensé así. Una versión previa de este blog (que recibe unas tres mil visitas mensuales, 80 mil desde que comenzó, hace cinco años) fue retirada voluntariamente por una supuesta infracción a derechos protegidos. Eran otros días, yo era alguien que no recuerdo. Tuve miedo, me sentí como un traidor y tuve que replantearme mis tambaleantes supuestos menos uno: escribir es lo único que cuenta. A la gente le puede molestar que publiques, pero no que no que escribas. Eso a nadie le importa, y a nadie compete más que a uno mismo y a su conciencia. Eso es lo que he tratado de hacer, con mayor o menor pericia, desde entonces. Me gano la vida como ghost writer o "proletario editorial". Escribo para vivir. Me gusta pensar que esas horas que le dedico a escribir para otros son una forma de mantener las manos y la cabeza ocupadas, y que además de poder pagar la renta, me permiten mantenerme a una necesaria distancia de todo lo que acontece en el, por así llamarlo, mundo literario. Mis mejores amigos son pintores, diseñadores y músicos. La mayoría de mis conocidos son escritores, es cierto, pero con ellos prefiero hablar de libros que de las molestas personas que los escriben o editan. Si no hiciera otra cosa que escribir lo mío, me volvería loco. El trabajo me estabiliza, me conecta con el mundo de lo práctico, me da una dimensión concreta, y mesura mi tendencia a la dispersión forzándome a concretar cosas, a respetar tiempos de entrega, incluso a vérmelas con clientes que no pagan, pagan mal o pagan tarde, pero que finalmente pagan y me han permitido hacer lo mío --bien o mal-- en mis propios términos. Y por haber visto qué caro cuestan las becas, prefiero trabajar el doble en cosas que me gustan que decirme escritor en términos que no me interesan. No aspiro a otra cosa.

Mi participación en el mundo literario se limita a presentarme a donde me inviten a leer, a enviar colaboraciones cuando me las solicitan y a charlar con mis amigos y con la gente que quiero sobre los libros que me gustan. No "destrozo" ya libros con egóticas invectivas para disputar la preeminencia de una estética sobre otra. No soy modelo para figurar en las fotos grupales ni líder de opinión para pelearme un retazo de verdad con los chacales. No me disputo parcelas imaginarias de poder con caciques ni hienas. No me gusta lamer huesos. Mi actividad --la escritura-- ordena todos los aspectos de mi vida y de mis relaciones, durante la vigilia y durante los cuatro estados del sueño. Y al abrir los ojos en días como hoy veo a una mujer bellísima, sabia y brillante, viéndome dormir. Escribo aquí, en mi Tuiter o en mis cuadernos, persuadiéndome de que nadie más está mirando --y de que, si miran --si leen-- es porque desean hacerlo. No me ocupan sus razones. Todos tenemos derecho, en este país a punto de venirse abajo, al menos al morbo.

Soy un escritor, supongo, porque escribo, y si ser escritor implica asistir a eventos donde se ve a gente hablar de otra gente, donde los dudosos prestigios se respetan por consenso, donde se busca por todos los medios ponerse de acuerdo sobre quién tiene el poder, y si sobre todo, ser escritor implica ser leído en los términos que fueron válidos durante cuatrocientos años de predominio del libro impreso, entonces probablemente no soy un escritor y soy otra cosa. No me preocupa demasiado qué es esa otra cosa que se supone que soy, pero tengo muy claro lo que no soy: cada mañana y cada noche, durante unas pocas horas, mientras escribo lo mío, soy Nadie: soy una conciencia que se investiga a sí misma como si no estuviera presente. Pero frente a esa gente que se dice escritores, prefiero ser Don Nadie. Aunque se tarden, como dice mi madre.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Fosa común: sobre algunos aspectos de "2666", de Roberto Bolaño

Publicado originalmente en el No. 6 de la revista Yagular.
Es más fácil creer que el enemigo es un mero salvaje que mata
y luego sostiene en vilo la cabeza de su presa para que todos la veamos.
Susan Sontag, Ante el dolor de los demás

Intentábamos hacer poesía —decía el periodista—, intentábamos dejar
que pasara el tiempo y mantenernos vivos para ver qué vendría después.
Roberto Bolaño, 2666
Mínimas pero determinantes diferencias distinguen las incursiones del hombre hacia el interior de la tierra. El pozo: fuente de piedra, camino vertical al agua, sustento. El abismo: ruptura en la continuidad del caminante, obstáculo, oquedad que es preciso resolver con el puente o el salto al vacío. Foso: pozo artificial, viaje de ida, casa de los muertos. A diferencia del pozo, del foso nada se extrae. Caminos excluyentes de ida y vuelta: el pozo sirve hasta que el venero subterráneo se seca, hasta que es destruido, tapado cuando los niños se caen y se ahogan. Pero del foso nada se extrae. No es el cofre del tesoro, foso portátil confiado al secreto, el cofre como la excepción del foso del que nada se extrae, pero cuya voracidad es sólo del tamaño de la necesidad del hombre por hacer que algo desaparezca. Si lo que sostiene la idea del cofre es la memoria, en oposición, el foso es la forma del olvido.
2666 de Roberto Bolaño en este sentido es una suerte de cofre del tesoro que guarda fosos en su interior. Esos fosos son su tesoro, esas oquedades, esos rastros que evidencian lo que falta —materia del trabajo del detective—, que sugieren sin agotar la entrada al secreto —la promesa de la revelación, del esclarecimiento del crimen— y también la coartada para la mentira y el escondite.
Será tal vez innecesario recordar que en el periplo de su escritura y publicación (aderezada siempre por los candentes chismes del mundillo literario) la obra fue en sí misma concebida como un montaje en cinco partes: la de los críticos, la de Amalfitano, la de Fate, la de los crímenes y la de Archimboldi. Por un azar editorial o comercial la obra fue publicada en un solo y monumental volumen; los fragmentos formarán así esta continuidad artificial, “completa”. Como un Osiris, la obra fragmentada encuentra físicamente su completitud conceptual, al modo de un jarrón roto que un cuidadoso trabajo de restauración con pegamento de oro vuelve aún más valioso: las costuras, grietas o cicatrices de la novela plantean algunos problemas interesantes en cuanto a la lectura social de la violencia y su siniestra normalización.
Una de estas grietas es el narrador de la novela. Para caracterizarlo será necesario cazar al cazador. A favor de la tesis de Ignacio Echevarría en las palabras que siguen al final del libro (la cual no repetiré aquí, pero daré por sabida, porque hay un círculo en el infierno hecho a la medida de los spoilers, privatizadores y protagonistas espurios del asombro), es sencillo ver que el narrador tiene acceso a todos los recovecos emocionales de cada personaje de 2666. Un estudiante que hace su tarea lo llamaría “narrador extradiegético omnisciente”; yo lo llamaría, sin más, detective.
Pero del mismo modo en que la impericia o la prisa para cubrir de arena una fosa clandestina revela su terrible secreto, el detective tampoco ha cubierto del todo sus huellas. Se le reconoce en el tono de informe, como si no se tratara de una novela sino de un detective privado dando las partesde su investigación, divididas apropiadamente para  (en)cubrir los movimientos de todos los involucrados.
Este detective-narrador se comporta, a su vez, como dicen que se comportan los criminales que quieren jugar a ser perseguidos mientras dura el juego de las evidencias y las referencias. A nuestro detective lo delatan ciertas acotaciones, ciertos gestos textuales propios de un comisionado, un periodista o un investigador privado, como cuando en cierta conversación puntualiza “las risas” para evidenciar que se trata de la transcripción de una comunicación oral, o el hecho de no obviar las similitudes entre crímenes (rotura del hueso hioides, violación por conducto anal y/o vaginal, etc.), consignando su repetición sin remarcarla, además de cierta objetividad para referir la vigilancia íntima de los involucrados, incluyendo sus sueños, sus prácticas más inconfesables, sus obsesiones íntimas.
El narrador-detective da parte al lector-cliente de cada sección de la novela, como si este lo hubiera comisionado para tal efecto. La palabra parte (en las ya referidas cinco partes en que está dividida2666) no está únicamente utilizada en su acepción de fragmento, capítulo o sección. Se trata también de un dar parte, dar fe de la operación jurídica del testimonio. Damos parte a las autoridades, nos transformamos en testigos. Después del libro no seremos tampoco inocentes, no podremos acusar ignorancia. Lo hemos visto todo.
Podemos admitir incluso una acepción más de parte si pensamos que ésta también admite el sentido de parlamento, de diálogos y didascalias, de textos en la grieta de la lectura y de la representación teatral. El testigo en que nos hemos convertido hace un momento se transforma, a su vez, en un actor que desempeña la parte del testigo. Creo que ese es uno de los tesoros de la obra: que a pesar de la presencia sugerida del testigo y el detective, cada caso se va enfriando a su propio ritmo, las pistas se confunden, los jueces se corrompen y los crímenes quedan sin resolver frente a nuestros ojos cada vez más habituados o indiferentes al crimen. Más aptos también para justificar nuestra derrota frente al alcance de lo que Susan Sontag ha llamado el “conjunto de preocupaciones y ansiedades sobre el orden y el ánimo públicos que no es posible nombrar”, en lo referente a la exposición de la violencia con fines informativos.
Este dar parte en tanto procedimiento narrativo (cuyos orígenes se rozan con el periodismo de ficción y el precedente canónico de In Cold Blood de Truman Capote) ha sido utilizado de un modo muy similar por el narrador de City of Glass, la primera parte de la no menos famosa Trilogía de Nueva York de Paul Auster, donde —juego de espejos encontrados— un narrador-detective relata las pesquisas de otro narrador que a su vez se desdobla en un falso detective. Pero aunque la estructura general de 2666 siga este patrón de manera consistente, “La parte de los crímenes” presenta importantes diferencias formales con respecto a las otras cuatro partes.

Si nuestra atención, nuestra memoria y sangre fría vacilan para llevar a cabo nuestra parte en la novela como testigos, la precisión del narrador-detective permanece incólume a través de páginas y páginas de peritaje novelado, de manera que nos vemos orillados al desborde cuando se trata de referir las circunstancias de las víctimas en esa cuarta parte de la novela. Como si revisáramos el archivo muerto que se amarilla en el sótano de un ministerio público en la frontera —verdadera fosa común de la historia inconclusa del estatuto legal de los cuerpos—, pasamos de expediente en expediente por declaraciones, contradicciones, testigos, sospechosos y nombres de mujer: sobre todo del nombre que es el único rastro del cuerpo que —además de haber sido brutalizado de tal forma que lo humano se le extrae, casi quirúrgicamente, como un órgano inservible— es transformado en información. Un nombre y un número como los sucedáneos del cadáver mutilado o nunca hallado al que esa materia orgánica, privada de dignidad y de justicia, tiene derecho. A veces, cuando el foso cumple su función, ni siquiera queda el nombre, la desaparición es total.
Decir que esta parte de la novela es reiterativa soslaya la impronta política que se trasluce en su ejecución: reproducir el modo en que la dignidad es neutralizada por el agotamiento del espectador, volviendo el dolor indiferente; es decir, cancelando la diferencia: un cuerpo es cualquier cuerpo y no importa. De otro modo no se explica que a 20 años de los primeros asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez nos hayamos acostumbrado a la reiterativa nota roja.
El lugar de enunciación de la noticia es muy diferente al de la literatura, se dirá. Es cierto, pero aquí estamos ante una grieta más del jarrón de porcelana reconstruido: lo que Bolaño reproduce mediante la reiteración no es la acumulación absurda de la violencia, sino precisamente nuestra —mínima— capacidad para procesarla en tanto evento en la historia de un cuerpo; y por otro lado, tal vez la verdadera denuncia que se da cuando la investigación, el peritaje y el reportaje van a parar al mismo foso común de los crímenes, al del olvido y el archivo muerto, encubriendo y volviéndose cómplices,acaso involuntarios, de lo que deberían revelar o ayudar a explicar.”
En la película El alcalde (Rossini, Altuna, Osorno, 2012), Mauricio Fernández Garza, el edil del municipio más rico de Latinoamérica, San Pedro Garza García, en el estado de Nuevo León, afirma que la proporción de los asesinatos de los que la opinión pública se entera sería apenas una quinta parte de la que en realidad tiene lugar todos los días en el país, rebasando todos los estimados estadísticos para contabilizar la violencia durante el calderonato. Más información, sin embargo, no es necesariamente más conciencia. Si hoy murieron 15 y ayer 20, no vamos “ganando”: aún murieron 15.
La verdadera brutalidad ocurre en el terreno de lo simbólico, cuando dejamos de percibir las muertes para limitarnos a contabilizarlasEn la infamia del número, la muerte se transforma en una aritmética inofensiva, una forma con la que podemos lidiar: una estadística. La pérdida de esa diferencia, es decir, de la diferencia narrativa, histórica y particular de las circunstancias de la desaparición de un cuerpo es el verdadero triunfo de la violencia. Así como la represión protege a la mente del trauma del cual no puede hacerse cargo, el número es el mecanismo con el que la sociedad mexicana lidia con la violencia día a día, incluso mucho después de publicada 2666, que admitiría en esa coyuntura una lectura profética.
Cristina Rivera Garza ha dicho que es responsabilidad del Estado garantizar el cuidado del cuerpo y prevenir su destrucción. Esto se inserta en la justificación misma de la existencia del Estado, en los orígenes de las formas primarias de organización social. Pero esta función se ha vuelto meramente decorativa, ejercida por una burocracia y un poder judicial corruptos y rebasados, táctica y estratégicamente, para responder adecuadamente a su papelen el teatro de lo social. Esta tensión se transparenta en 2666 con la fantasía de la policía (decida el lector si sólo en las novelas o también en lavida real), de que la causa de esta violencia demencial en Santa Teresa al correr de los años sea obra de un asesino serial, una corporación criminal, un garante último de sentido que justifique desde su invisibilidad la reiteración “natural” de la violencia.
Como en las teorías de conspiración, la noción de un plan que permanece oculto nos aporta la fantasía de que el mundo, a pesar de su horror, sigue teniendo sentido. La verdad tal vez sea mucho más brutal: lo que hay es el caos y la capacidad de cada hombre de tomar decisiones, incluso a costa del otro, de ese otro cada vez más deslavado, al borde de la desaparición.
2666 encarna en su inconclusión (tal vez a pesar de las intenciones de su autor, cómo saberlo) la interrupción de los cuerpos cuya historia fue enterrada. La verdad, como dice Jack Nicholson en A Few Good Men (1992), es un aspecto insoportable de la realidad: la maldad no conoce planes, se desencadena a sí misma como en un proceso de reproducción viral autónomo e impredecible.
No quiero dejar grietas en esta apreciación, creo que 2666 es un tratado sobre la maldad, es decir, sobre la libertad; un caso donde cabe plantearse el estado de una civilización donde las acciones no tienen consecuencias, donde lo que entendemos por verdad está frente a nosotros y somos incapaces de ver: no hay teoría de conspiración ni asesino serial. Estamos condenados a cadena perpetua con el otro, con ese otro que no es cualquiera sino cada uno.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Limpieza

Publicado originalmente en Mutante, 15 de septiembre del 2013.

If you can control the meaning of words,
you can control the people who use the words.
Philip K. Dick

No bien había terminado de salir el contingente de la CNTE por Mesones hacia Eje Central, los noticieros televisivos mostraban imágenes de un pequeño ejército de barrenderos uniformados de amarillo barriendo las calles aledañas al Zócalo. Se escuchaban cohetones y helicópteros, uno de los cuáles roció gas pimienta en los alrededores de Izazaga y Arcos de Belén. Las imágenes que durante la noche subieron los medios nacionales e internacionales mostraron los pequeños restos calcinados del campamento que por 20 días mantuvo la CNTE sobre la Plaza de la Constitución, así como las tanquetas de la policía federal y los elementos de seguridad que patrullaban la zona, y también del contingente de limpieza, encargado de dejar la plaza lista para el festejo del grito de independencia, a efectuarse dos días después.
Acampar en el Zócalo tal vez no es una instancia de diálogo legítima, pero promover las apariencias como forma de gobierno tampoco. Me pregunto si el imaginario bienpensante (léase burgués, aspiracionista, amante de las apariencias bien cuidadas) identificará a los maestros con los delincuentes como hizo con los estudiantes durante décadas. Me pregunto si esa plaza vacía, limpia, en realidad podrá ser escenario de la fiesta por excelencia de la identidad nacional.El argumento para el desalojo, que horas antes los secretarios de seguridad pública y gobernación comunicaron a la prensa, era el de que los maestros estaban “recolectando proyectiles” y “armando barricadas” para provocar un enfrentamiento con la policía. Es por eso que el artículo 9 de la Constitución (que garantiza el derecho a manifestarse en lugares públicos sin autorización previa, eximiendo a los manifestantes de ser objeto del “uso legítimo de la fuerza pública”) no protegía a los maestros: las autoridades mintieron con la verdad, pues ante el fracaso de las negociaciones para resolver estructuralmente el conflicto magisterial, sabían que no durarían mucho tiempo instalados en el Zócalo, especialmente a pocos días de efectuarse la ceremonia del grito. Caracterizaron mediáticamente a los maestros como el enemigo y la retórica de los medios oficiales habló de un operativo “limpio” y bien ejecutado: otro logro más del Señor Don Licenciado PRIsidente.La limpieza ha sido utilizada en otros lugares y otros contextos como argumento para la violencia de Estado: limpieza de sangre, limpieza étnica, limpieza ideológica. La idea de “limpieza” del Zócalo implica que los maestros ocupaban el lugar de la “suciedad”. Lo sucio vs lo PRÍstino. Para la retórica del poder, la limpieza implica un control sobre el significado oficial del lenguaje simbólico: la plaza más importante del país estaba “contaminada” por los maestros revoltosos que desquiciaron el tráfico de la ciudad, que tenían sus tenderetes, sus anafres y sus casas de campaña como si tal cosa, a la vista de los turistas. Removerlos, limpiarlos, fue el equivalente a restablecer la operatividad y el control del símbolo: la plaza sirve para lo que nosotros decimos y nada más.
Hoy gris en el DF. Quédense con su Zócalo, con su ejército de barredores, con el grito mecánico de una marioneta, con su PRIvatización del espacio público –un grito que forma parte del guión, como todo en esta PRIsidencia, y que supera en las PRIoridades del gobierno al grito legítimo que los maestros de la CNTE.
Ojalá que el grito del PRImoroso impresentable que tenemos como PRIsidente se encuentre con la plaza (in)constitucional tal como la pidió: limpia, vacía, reflejo riguroso de su promoción del símbolo. Una plaza pulcra para una presidencia que se legitima desde el vacío, desde la cáscara del símbolo, desde la apariencia. Para un grito que se convirtió en símbolo, rito y reiteración del compromiso con la libertad, que tal vez tuvo un sentido urgente y valeroso en algún momento de la historia de México, y que como toda moneda demasiado usada, perdió eventualmente la efigie –un grito que será lanzado al vacío por una marioneta cuyo titiritero gusta de guardar el polvo –lo sucio– debajo de la alfombra, para que la casa parezca limpia aunque la mugre se siga acumulando.

martes, 3 de diciembre de 2013

Apunte sobre poesía y poder

Ilustración de Irving Herrera

Publicado originalmente en la edición impresa de El Jolgorio Cultural, octubre de 2013.

La palabra “empoderamiento” es espantosa. Es la grosera calca con que los psicólogos y los gerentes de desarrollo de personal han traducido el empowerment, una versión democratizada del poder que, como la libertad para los movimientos de emancipación social, se adquiere a través de su ejercicio —el funcionario emancipado parcialmente de supervisión encuentra que el poder comienza y acaba en sí mismo, y el oprimido, al ejercer su libertad, la conquista.

 ¿Qué clase de poder se cifra en la poesía, qué clase de poesía podría venir del poder? ¿El tradicional prestigio que se le asocia a la poesía está dado por un poder que le viene de su mismo ejercicio, o por el contrario, se trata de una práctica anacrónica en espera de su desaparición? 

En la generación de Garcilaso, donde la pluma era extensión de la espada, o viceversa, la literatura era escrita y leída por la nobleza y por la incipiente burguesía intelectual, además de los monjes, empoderados en sus investigaciones sobre la naturaleza de la divinidad. A los poetas les preocupaba, en cambio, la naturaleza del hombre, y las formas en que el hombre lidiaba con fuerzas que lo sobrepasaban. La escritura era una práctica de la nobleza o una manera de lidiar con el Príncipe, de ganar su favor. Sólo en fecha muy reciente el diario personal del sujeto moderno apareció como investigación íntima.

Pero la poesía también puede convertirse en una extensión servil del poder, o al menos puede ser utilizada por el Príncipe de turno para este fin: Radovan Karadzic, psiquiatra, político implacable que condujo los destinos del pueblo serbiobosnio hacia una de las más brutales limpiezas étnicas de nuestros días, era también un versificador concienzudo, narcisista, y con una visión idealizada de sí mismo. Como sucede con cualquier poeta que se desdobla en su reflejo de señor que escribe. Una joyita de Karadzic reza “El que no tenga pan se alimentará con la luz de mi sol. Pueblo, nada está prohibido en mi fe./ Se ama y se bebe./ Y se mira al Sol todo lo que uno quiera. Y este dios no os prohíbe nada./ Oh, obedeced mi llamada, hermanos, pueblo, muchedumbre”. Los versos del camarada Mao también merecieron difundida lectura en las escuelas chinas, y Stalin mismo presidía y curaba los gustos de la ominosa Asociación de Escritores de la madre Rusia.

La poesía ha sido ejercida durante la mayor parte de la civilización humana a través del canto y la participación de una comunidad de sentido en los ámbitos rituales donde el canto tiene lugar: desde ceremonias públicas hasta alabanzas a la madre, la patria o los próceres, el canto ha reproducido y normado las formas en que una sociedad construye su procedencia simbólica y se localiza en la historia humana. El libro como tecnología de lectura es relativamente reciente, pero lo que entendemos por literatura y poesía aún hoy en día está supeditado a la norma del libro, a pesar de que poco participe esta industria editorial en la economía de los países. La gente no lee, se dice, pero canta a la menor provocación: cualquiera conoce los octosílabos de alguna canción ranchera aunque desconozca el teatro de Lope, escrito en el mismo metro en que tarareaba José Alfredo Jiménez. 

El símbolo se perpetúa a través de su reproducción: cada lunes, miles de niños en las escuelas mexicanas entonan el “Himno Nacional” a través de cuyos decasílabos el poder canta y exhorta a identificarse con una imagen colectiva, fija e impermeable a la historia: una identidad nacional: “Mexicanos al grito de guerra,/ El acero aprestad y el bridón./ Y retiemble en sus centros la tierra/ Al sonoro rugir del cañón”.

Por supuesto que ningún niño con dos dedos de frente cree que esas palabras le hablan directamente a él: a él o a ella que probablemente nunca ha escuchado al cañón rugir sonoramente, y que habrá visto la guerra en los noticieros confundiéndola con un videojuego, como ocurre con la mayoría de los adultos. Desde niño siempre me llamó la atención la siguiente invocación, cuya afectación en el canto provoca aún otro equívoco curioso: “Mas si osare un extraño enemigo/Profanar con su planta tu suelo,/Piensa, oh Patria querida, que el cielo/Un soldado en cada hijo te dio”.

Frente a Masiosare, el extraño enemigo (que imaginaba las más de las veces despiadado y sin rostro), cada habitante de México se convierte en soldado —así se lo ha prometido el poeta a la patria, y el canto, como la mentira, a través de su repetición se vuelve verdad. El soldado en que todos nos convertiremos buscará borrar la ofensa que la planta de Masiosare ha efectuado en el terreno que delimita políticamente al país, creando la ilusión de que el enemigo no puede estar en casa: de que el enemigo que puede osar ofendernos siempre es un extranjero. 

¿A qué siniestro Masiosare se enfrenta la práctica de la literatura hoy en día? ¿O es que la literaturaprofesional y los amateurs que hacen micrófono abierto se otean y se evalúan como enemigos imaginarios frente a la incapacidad de ubicar la insistencia de la práctica verbal fuera del terreno de lo verbal mismo? ¿El taller de rap está peleado con las revistas de crítica y creación literaria o por el contrario su ficticia oposición busca delimitar solamente los ámbitos en que sus respectivos poderes conviven y se reproducen sin anularse y apenas considerando la existencia de los otros? Se sabe que el gusto por la taxonomía es un gusto por el poder: llamar pan al pan permite apropiárselo. Sobre todo: la forma de llamar pan al pan importa al que desea hacerse con la administración del pan, con la administración de un ámbito de poder, ya sea en la escena del arte urbano, la poesía en voz alta y el spoken word, o en el aula académica y las revistas culturales. Llamar pan al pan desde la trinchera del micrófono abierto o desde una publicación del Estado permite perpetuar, sobre todo, la estructura en que lo literario convierte capitales simbólicos en económicos, y al poeta en un funcionario de la cultura.

Ésta es la versión estándar de la reproducción del poder a través del pretexto de lo literario, pero no es la única versión. Pienso por ejemplo que la poesía permanece como instancia privilegiada del discurso porque la insistencia en crear artefactos verbales sigue teniendo sentido para algunas personas, y su lectura o escucha son relevantes para estas mismas personas. Pero el poder de la escritura le viene precisamente de su no-poder, de que el pan escrito en la página o cantado en la plaza pública no es el pan que uno efectivamente puede comer con una taza de café: toda palabra es el hueco de la realidad que denuncia, y donde se lee pan el pan ha desaparecido. Si la poesía tiene un poder acaso sea éste: el de realizar una desapropiación extrema de las cosas, el de la aspiración a una palabra neutra, como quería Blanchot, que dé cuenta de la experiencia de mundo donde el poeta es apenas un operario o médium de un contenido emocional que preexiste y rebasa el ámbito material de la palabra. El poder de la poesía, en todo caso, siempre rebasa al poder que pueda asociarse al poeta: este ser de dudosa estirpe, el Poeta, como Masiosare, depende del reconocimiento o la oposición de la sociedad para existir. Un individuo reconocido públicamente como poeta (es decir, autorizado por una comunidad que norma lo poético, que puede ser una universidad, una lectura de spoken word, una charla informal o el juicio de la historia) puede ejercer públicamente el rol de profesor, tallerista o burócrata, pero rara vez el de poeta, así sin más. La palabra incomoda y debería incomodar: es una categoría crítica a la vez que una palabra que designa a alguien que usa las palabras de un modo distinto al de la vida diaria, alguien que haneutralizado o puesto en duda los significados usuales: alguien que, como César Vallejo, se ocupa de la tensa realidad fronteriza en que la palabra ocurre, preguntándose: “Un hombre pasa con un pan al hombro./ ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?”, o incluso: “Alguien va en un entierro sollozando/ ¿Cómo luego ingresar a la Academia?”

Entre el hombre que solloza y el que ingresa a la Academia, la poesía afirma su poder desde la negación del mundo, desde una cadena de interrupciones en que el deseo redistribuye las ocupaciones mundanas: un hombre que escribe es un hombre que se interrumpe y participa de un trabajo inútil, que interrumpe la significación convencional de las palabras tal vez por la sola capacidad para hacerlo, como quien anda en bicicleta —no descartemos que por razones políticas— sin pensar en que lo hace, so pena de caerse.