miércoles, 28 de octubre de 2015

Espectáculos para nadie (sobre las lecturas públicas)

Desde hace unos años he tenido la extraña fortuna de ser invitado para leer mis textos en diferentes foros. Comencé participando en slams de poesía, o bajo la hospitalaria modalidad del micrófono abierto, cuyos únicos requisitos son la paciencia para esperar el turno en una sesión maratónica y un poco de bravura para encarar la soledad del texto con la soledad del oyente.

Le acabo de leer a Raúl Zurita una frase similar: "Una lectura pública es siempre una soledad apelando a otra soledad."

Por la magia de las asociaciones, desemboco en otra soledad: Una soledad demasiado ruidosa, del checo Bohumil Hrabal, soledad del operario de una máquina que une y sintetiza los papeles dispersos de la cultura, soledad del trabajador apelando a la soledad de su oficio.

Una lectura pública puede ser, efectivamente, una soledad demasiado ruidosa, cuando el ruido está compuesto por soledades dispersas que no se conocen a sí mismas, que no se hacen escuchar. Cuando los escenarios están más llenos que las gradas.

Siempre he defendido que uno debe merecer el silencio que una audiencia le preste: debe ganarlo incluso, disputarlo con la vida, con el humor, con los recursos que uno tenga a mano para levantar un par de palabras frente al mundo no para formar una barrera sino un puente. Un puente invisible pero firme, que aparece milagrosamente no cuando alguien lee, sino cuando alguien escucha.

He sentido la vitalidad de ese puente al constatar que en todas partes existe ese raro ser mitológico, difícil de definir, siempre ajeno a la forma arquetipal del mero lector, a saber, el lector de poesía, o el peatón casual que pasa por un portón y se queda pegado en la cera de los altavoces, un anti-Ulises, un marinero llamado Butes que se deja apresar por el influjo de la voz que viene de las olas, que se pierde ahí.

Ese influjo, según Zurita, no es sino el de uno que "sin esperanzas de ser escuchado, alguien que no soy yo dijese por mí: me estoy muriendo y te doy lo que queda de mi vida, y que desde una galaxia lejana, alguien borroso e improbable, el lector, le respondiese: y yo te doy lo que queda de la mía."

El que lee y el que escucha comparten la vida de una voz (¿tercera?, otra, en todo caso) que los cobija y les presta nada menos que aliento: aliento vital.

En el vértigo de las lecturas, he servido a ese aliento y ese aliento me ha mantenido en pie frente al mundo cuando se convierte en ola y amenaza con romper. Sin embargo, porque todo hay que decirlo, cada vez me queda más claro que las lecturas públicas son espectáculos para nadie: proyectos sacados adelante con amor y necedad que convocan a los "poetas" a compartir el autismo de sus soledades respectivas, sin que aparezca, salvo por milagro --y los milagros ocurren todo el tiempo--, el huidizo lector.

He leído en hermosos escenarios con un sonido magnífico sólo para ser captado por las cámaras mudas que retransmitirán el documento --la imagen-- a las redes sociales; he gritado al megáfono que rompe mi voz y la convierte en ruido; he leído para dos transeúntes sobre Reforma y para los organizadores. Incluso he hablado con amigos de que las lecturas parecen hechas cada vez más para ser documentadas que presenciadas, lo que deja a esa voz-puente de la que hablaba en una posición irrelevante, inútil. Lo mismo daría leer que no leer, mientras las fotos quedaran colgadas en Facebook.

Las lecturas de poesía tienen un carácter cada vez más espectacular y propagandístico que literario: se promocionan las editoriales, el gobierno, los colectivos, y los requeridos a la lectura fungen como embajadores públicos de un mensaje con el que no siempre comulgan. Tal vez sea error de formación, pero para mí una lectura de poesía debería tratarse de la poesía misma, no de la promoción de tal o cual proyecto. Tomar postura no es lo mismo que militar: pero con todo que desconfío de las militancias --el destino del ser humano no es, no puede ser convertirse en soldado--, creo en la potencia vital de la imaginación. No estaría vivo hoy de no creerlo con todas mis fuerzas.

He leído en plazas públicas, en auditorios, en salones de clase, en mercados, en callejones, en teatros, en museos, en fronteras, en ruinas, en casas abandonadas o embrujadas, en dependencias de gobierno habitadas por fantasmas, en parques, en avenidas principales, en azoteas, en bares, en cafés, en cantinas, en restaurantes, en asilos de ancianos, en cárceles, en sanatorios mentales, en cine, radio y televisión, en jardines de niños y en universidades, en autobuses, en andenes, en vagones en marcha, en ventanas, en balcones, en desiertos, en zoológicos, con micrófono o sin él, porque me ha parecido conveniente, necesario, divertido, o porque no he sabido negarme.

Y a veces creo que me invitan incluso por eso: porque no he sabido negarme.

Llevo más o menos diez años diciendo que sí, agradeciendo, parándome en donde me citen para decir mis cosas, tomándomelo como una labor sagrada que sin embargo no es grave, ni trágica, simplemente necesaria. Sigo creyendo que leer en público es necesario, a la vez que voy aprendiendo a decir no algunas veces. Porque la cacofonía que producimos al leer sin escuchar a los demás también nos ensordece.

He tratado de curarme la sordera apelando a nuevos recursos y lenguajes: me he comido mis palabras --las he encontrado dulces y venenosas, como colmenas vivas-- y las he quemado, y me he quemado con ellas, y más de una vez he visto cómo ese puente que servía para acercar me ha alejado de los otros. "Pero Raya, tú no ocupas performance", me dijo Mavi cuando le explicaba mi última intervención. Y tal vez es cierto: tal vez se me olvidó que incluso la propia presencia, cuando no es cimiento de la voz, es estorbo.

Al negarme a participar en ciertos eventos voy a tratar de aprender a escuchar. Quiero convertirme a veces, yo también, en el mítico lector de poesía que llega y toma su lugar en el puente de la voz. Siempre me van a temblar un poco las piernas antes de subir al micrófono, y si la voz tiembla es porque el poema está temblando. Y ahora que lo sé necesito recordarlo: quiero escuchar yo también sin esperar mi turno en esa lista de fusilados frente a la pared de silencio de los auditorios vacíos. Quiero, tal vez, contribuir un poco más a llenar las tribunas despejando los escenarios.

Dice Zurita: "Leer en público es para mí como hablar en sueños." Voy a procurar no hacer mucho ruido para dejar a los soñantes soñar.

domingo, 18 de octubre de 2015

Nietzsche y la voluntad de estilo (10 consejos de escritura)


En una serie de cartas escritas por Friedrich Nietzsche en agosto de 1882 a Lou Andreas-Salomé nos topamos con un brevísimo aunque nada improvisado manual de estilo. Unos 20 años después, Andreas-Salomé publicó el manual en Nietzsche, bajo el título de "Hacia la enseñanza del estilo". A decir de ella, "cada aforismo circunda ceñidamente pensamiento y emoción, como un anillo de oro. Nietzsche creó, por así decirlo, un nuevo estilo de escritura filosófica, que hasta entonces se había apoltronado en tonos académicos o poesía efusiva: él creo un estilo personalizado; Nietzsche no sólo dominó el lenguaje sino trascendió sus insuficiencias. Lo que había estado mudo adquirió gran resonancia." Además de la famosa "voluntad de poder", podemos ver aquí lo que Antonio Alatorre llamaba "voluntad de estilo", una "lucha por la expresión original [que] combate contra el lenguaje configurado que ofrece resistencia a la expresión fresca y nueva."

"Hacia la enseñanza del estilo"

  1. Lo primero debe ser la vida: un estilo debe estar vivo.
  2. El estilo debe ser adecuado específicamente a la persona con la que deseas comunicarte. (La ley de la relación mutua.)
  3. Primeramente, uno debe saber con exactitud "qué y qué se desea decir y presentar", antes de escribir. La escritura debe ser mimetismo.
  4. Puesto que el escritor carece de muchos de los medios del orador, debe por lo general presentar su modelo de un modo altamente expresivo, frente al cual la copia escrita habrá de palidecer. 
  5. La riqueza de la vida se revela a sí misma a través de la riqueza de gestos. Uno debe aprender a sentir cada aspecto --la longitud y demora de cada frase, la puntuación, la elección de palabras, las pausas, la secuencia de argumentos-- como si fuesen gestos.
  6. ¡Cuidado con los puntos! Solamente aquellos que poseen un aliento de larga duración al hablar tienen derecho a los puntos. Para la mayoría, el punto no es más que amaneramiento.
  7. El estilo ha de probar que uno cree en una idea; no sólo que uno la piensa, sino que la siente.
  8. Mientras más abstracta sea la verdad que deseamos demostrar, con más urgencia habremos de apelar a los sentidos.
  9. La estrategia a favor del buen escritor de prosa consiste en elegir los medios que más lo acerquen a la poesía, sin llegar jamás a posarse en ella.
  10. No es recomendable ni sensato privar a nuestro lector de las refutaciones más obvias. En cambio, es recomendable y muy sensato permitirle a dicho lector pronunciarse en último término acerca del valor de nuestra sabiduría.