jueves, 22 de diciembre de 2016

Acertijo, de Jericho Brown

No reconocemos el cuerpo
de Emmett Till. No conocemos
el nombre del chico ni el sonido
de su madre llorando. Nunca hemos
escuchado una madre llorando.
No conocemos la historia
de nosotros en este país. No
conocemos la historia de nosotros
mismos en este planeta pues
no es necesario conocer
lo que creemos que es nuestro. Creemos
que sus cuerpos nos pertenecen pero no
nos sirven sus lágrimas. Destruimos
el cuerpo que se niega a ser usado. Usamos
mapas que no dibujamos. Vemos
un mar y lo cruzamos. Vemos una luna
y aterrizamos en ella. Amamos la tierra
mientras podamos reclamarla. Shhh. No
podemos reclamar ese sonido. ¿Qué es
una madre llorando? No reconocemos
la música hasta que podemos
venderla. Vendemos lo que no se puede
comprar. Compramos silencio. Déjanos
ayudarte. ¿Cuánto cuesta
sostener el aliento bajo el agua?
Espera. Espera. ¿Qué somos? ¿Qué?
¿Qué? ¿Qué carajo somos? 

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Publicado originalmente en el Georgia Review.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Patrimonios y matrimonios literarios (comentario a un artículo de Jorge Carrión)

En su artículo "Las otras apropiaciones de Borges y Bolaño", el escritor Jorge Carrión propone leer --siguiendo a Bordieu-- la obra de dos grandes narradores dentro de sus contextos de recepción y circulación; ejercicio lúcido y necesario en una época donde la literatura y el mercado parecen confundirse o ignorarse mutuamente. 

Su recuento sobre lo que podríamos llamar "la ceguera" de Kodama con respecto a la obra de Borges (incluyendo los últimos pormenores del caso Katchadjian) me parece impecable y no tendría nada que agregar. Sin embargo, a partir de la noción de "obra maestra", que Carrión utiliza para diferenciar la trilogía póstuma de Bolaño (El Tercer ReichLos sinsabores del verdadero policía y El espíritu de la ciencia ficciónde sus novelas previas, la argumentación me parece un poco más problemática.

Creo que la intención de inscribir a las viudas/albaceas de Borges y Bolaño dentro de la tradición de artistas de la apropiación (como Duchamp y Benjamin, a quienes Carrión menciona, aunque personalmente hubiera elegido a Kenneth Goldsmith o incluso a Jeff Koons, por sus afinidades más cercanas al mercado que al ejercicio artístico) hubiera sido objeto de un gran texto si su autor se hubiese permitido llevar la provocación hasta las últimas consecuencias: leer los gestos y actos de María Kodama y Carolina López como los de unas verdaderas artistas de la apropiación ("estrategas conceptuales que se vengaron del heteropatriarcado, del canon masculino, de la tonta fe de nuestra época en la autoría"), más allá de su papel de viudas en la trama de sus maridos.

¿Y es que se puede hablar de "apropiación" en el contexto de las viudas? Sólo si en ese mismo sentido podemos hablar de Max Brod como "viuda apropiadora" de la obra de Kafka. El arte de la apropiación patrimonial colinda con la matrimonial, porque los votos de esta institución problemática, incómoda, conservadora y en crisis perpetua (el matrimonio) no caducan con la muerte de sus contrayentes: la muerte no siempre los separa, sino al contrario.

El caso de Anna Gregorievna es ejemplar. Luego de la muerte de su marido (un escritor de novelas por entregas que gracias --en gran medida-- a las diligencias de su viuda reconocemos por la sola mención de su apellido: Dostoievski), Anna se entregó en cuerpo y alma al cuidado de sus archivos. Una carta suya en Dostoievski de Henry Troyat, nos permite atisbar un poco el papel de viuda-artista de la apropiación que jugó Anna en la trama de su marido: "No vivo en el siglo XX, en 1916, sino en el XIX por los años setenta. Mis amigos son los amigos de Fiodor Mijailovich, mi mundo es el mundo de los contemporáneos ya desaparecidos de Dostoievski. Vivo de esa atmósfera."

La última frase me parece digna de apreciar en más de un sentido: "vivo de esa atmósfera" no remite únicamente al estado de enclaustramiento que Anna sufrió desde la muerte de Dostoievski en 1881, hasta su propio deceso en junio de 1918, probablemente a causa de malestares intestinales producto del hambre; la frase también remite a un presente puesto entre paréntesis al servicio del pasado. Aprobar nuevas ediciones, traducciones, permitir que estudiosos, lectores y curiosos pasen las manos por los papeles inéditos de la persona amada (que en algunos casos resulta ser también un gran artista) es en sí misma una tarea poética aunque ingrata en la cuenta larga de la historia literaria. Las viudas no tienen vacaciones.

Si no, habría que preguntarle a Sofia Bers (Sofía Tólstoi, de casada), quien también "vivía en esa atmósfera" viciada de la cercanía con el artista incluso desde antes de su muerte, o a Vera Nabokov, que al igual que Bers, fungió como administradora, compiladora, amanuense y traductora (¡vaya que el cursi y acartonado papel de "musa" literaria es todo menos pasivo y contemplativo!). Pero la otra acepción de "vivir de esa atmósfera" compete a esa piedrita en el zapato de la literatura, esa con la que pueden edificarse bibliotecas o que compromete la vida de los libros, apresurando su publicación o impidiéndola del todo: el dinero.

Según nos recuerda Carrión, la pugna de Kodama contra Katchadjian no es una cuestión de capital económico sino de capital simbólico (para seguir operando en la terminología de Bordieu), y por tanto aquí sí cabría hablar de una auténtica apropiación, en el momento en que Kodama no sólo gestiona los intereses materiales sobre la obra de Borges, sino que cree (en su fantasía) ser capaz de gestionar también el prestigio borgeano. Esa conversión, en efecto, es lo que Carrión denuncia como una incomprensión de Kodama de la poética de Borges, y lo que crearía las condiciones de posibilidad de leerla perversa y lúdicamente como una "artista de la apropiación" --como alguien que juega y crea con "las leyes de la propiedad intelectual, aprobadas en un mundo sin internet", y de juzgarla como una artista anacrónica, conservadora, que viene de un mundo ajeno a "los modos en que creamos hoy." 

Pero ahí donde Kodama exige una dietética de las obras derivadas, una censura, incluso, apelando a leyes de otro siglo, Carolina López sería una apropiadora mucho más radical y moderna, pues firma con un nombre ajeno una obra propia. ¿A qué me refiero? A que si es verdad que, como dice Carrión, obras como El espíritu de la ciencia ficción deberían haber sido editadas no como novedades sino como obras inacabadas o truncas (restituyendo así cierta dignidad al autor para con sus propias tentativas y errores, es decir, restituyéndole cierta humanidad, que queda destruida con la figura del autor consagrado, inmortal, perenne productor al mayoreo de obras maestras), el ofrecerlas al mercado como libros acabados es equivalente a apropiarse del mayor gesto que puede tener un autor para con su propia obra; el gesto mismo por el cual se hace autor de su obra, que complementa el "trámite" y el engorro de escribirla: el gesto de firmarla. Así, los libros póstumos de Bolaño, aunque se vendan firmados por Bolaño, son obra de Carolina López.

Carolina López y quien sea que esté detrás de esas ediciones nuevas de Bolaño, firma en nombre de Bolaño obras que en efecto él escribió, pero que nunca firmó. Esa firma es lo que autoriza al autor en tanto autor de su propia obra; la misma firma que se simboliza en el gesto de firmar un contrato de edición, y que un muerto jamás podría llevar a cabo. ¿Esto debería ser un impedimento para que no se editen libros interesantes que, por azares de la vida y de la muerte, no vieron la luz en vida de sus autores? Me parece que no, pero como vivimos en una época abocada a la velocidad sin freno, donde el escritor cultiva más sus prestigios (y sus enemistades, que también son harto redituables), no parece haber tiempo para pensar en estas cosas.

El caso de Carolina López no me parece tan transparente ni tan lúdico, en realidad, como el de Kodama. Me parece que si Bolaño estuviera vivo, López tendría una pesada plática con él a respecto de Carmen Pérez, y sus discusiones y conclusiones serían (como deberían serlo también hoy, con él muerto) un asunto privado. Carecer de "un nivel alto de redacción", para Carrión, descalifica a López para editar la obra póstuma de Bolaño; es cierto, no todas las viudas escriben cartas ni diarios como los de Sofía Bers y los de Anna Griegorievna, o cartas eróticas como Nora Joyce (quien alguna vez dijo que hubiera preferido casarse con un músico en vez de un escritor) pero me parece que las tramas de los matrimonios forman un texto que los lectores podemos observar, pero que sería fútil juzgar. Curiosamente no puedo pensar en un caso contrario, donde a un viudo se le fiscalice hasta la sintaxis y la vida personal para legitimar su capacidad para administrar la obra de una artista fallecida. 

¿Nora hubiera sido más feliz con el destino de Yoko Ono o Courtney Love?


miércoles, 19 de octubre de 2016

Manifiesto del payaso tenebroso, de Sam Kriss

Me topé con A Creepy Clown Manifesto investigando para una nota sobre los recientes avistamientos de personas vestidas de payaso. No soy especialmente afecto a las historias de terror, pero no pude dejar de leer hasta el final este manifiesto, imaginando la voz de mi cabeza como la de Alan Moore o una versión muy perversa de Orson Welles. Que lo disfruten (en sus pesadillas).

***
clowns

Sólo queríamos divertirte. Sólo queríamos hacerte reír. Sólo queríamos ver felicidad, niños sonriendo en el tumulto vertiginoso de la carpa de circo; sólo queríamos ponernos nuestras máscaras, tan delgadas como la imagen en la pantalla de TV, y hacerte feliz. Míranos tropezar, míranos caer por las escaleras, míranos mandar besos y globos: todo lo que siempre quisimos fue divertirte.

El otoño ha llegado, y nos habrás visto a la orilla del bosque. Vivimos en la orilla del bosque; como al resto de tus desechos el viento húmedo nos ha lanzado a la orilla del bosque. Medramos por los bordes. Pueblochico Estados Unidos, todo nuevo y todo roto. Los bosques han sido talados y han crecido otra vez aún peor, y los árboles hoy son solamente ramajes blancos y delgados, ramificándose como dedos flacos y pálidos: el crujir de los árboles afuera de tu ventana por la noche es como sabes que hay alguien afuera de tu casa. Estos bosques están huecos por dentro, demasiado jóvenes y astillados para contener algo así como el folklore, donde la naturaleza parece una escenografía de película barata, donde las ninfas y los duendes quedarían atrapados en latas de Coca-Cola y morirían de hambre, donde todos los animales están batidos de lodo, pre-empacados, y desesperados. Desde que ya no dejas pornografía aquí afuera ya no tienes nada que hacer en estos bosques, y se han vuelto el hogar de los payasos. Nos vienen bien. Nuestra maldad no es antigua; no tenemos profundidad y estamos fuera de la historia. 

Se acerca Halowe'en: las hojas comienzan a embozar la suciedad, apilándose en la entrada de la gasolinería, deformes y orgánicas contra las filas cuadradas de limpiador para baños y laxantes. Las hojas se dejan llevar contra la iglesia, donde vive Dios entre paredes de triplay. Antes o después alguien va a tener que venir con una enorme máquina ruidosa para soplar todas las hojas de regreso a la orilla del bosque. Y después volverá a casa, y no tendrá que preocuparse de qué podrán comer los payasos del bosque. Tiene suerte. No hay trabajos ni tampoco esperanza; algunas personas están en heroína y la mayoría están en Netflix, impasibles a través de horas de diversión estandarizada especialmente para ti, conectados a Estados Unidondesea. Ya no vas a ver al circo itinerante. El circo itinerante ha encajado su tienda justo en tu casa, y ha venido para llevarte con él.

El primero que nos vio este año fue un jovencito de Greenvile, Carolina del Sur. De pie entre los matojos entre Greenville y lo que sea que lo rodea, vio dos figuras a la orilla del bosque, uno con una brillante peluca roja, el otro con una estrella negra pintada sobre su rostro, en silencio, sin moverse. Corrió a contarle a su madre. No fue el último. En el mismo pueblo otro payaso apareció en los bosques detrás de un edificio de departamentos, y otro fue visto mirando impasiblemente afuera de una lavandería. Esto fue a finales de agosto, cuando las noches son demasiado calurosas para que tantos payasos anden chapoteando en el lodo: nuestra pintura facial se corre en gotas sudorosas, nos marchitamos. En septiembre, comenzamos a florecer. A través del estado, luego hacia Carolina del Sur, luego a Georgia y Virginia, hasta que pudimos rondar de costa a costa, mirando con malicia a través de la frontera con Canadá, tropezando con nuestras bufonadas hasta Europa. Una epidemia de payasos tenebrosos, pánico a través de la nación, y nadie sabe por qué. Han visto payasos con cuchillos en Kistler, Pennsylvania; con machetes en Tchula, Mississippi; con un arma de fuego en Monroe, New Jersey. 

Los payasos empezaron a aparecer fuera de las escuelas. Payasos mirando lascivamente a un lado de la carretera, mirando cómo vas y vienes de un lugar a otro, enraizados entre los árboles húmedos de manchas agotadas. Hay personas que fueron despedidas de sus trabajos por usar disfraces ordinarios de payasos no-tenebrosos en fotografías de redes sociales; se ha vuelto el signo de una criminalidad oscura e indefinible. Cada avistamiento genuino trae una docena de avistamientos fantasmáticos; las escuelas cierran, los linchadores se agrupan, los ciudadanos comunes y corrientes se compran un arma. Estos payasos están a la caza de un demográfico muy particular: familias blancas, puritanas, jóvenes, conservadoras, lejos de las grandes ciudades, alguna vez acomodadas pero hoy en decadencia, la baja burguesía moribunda. Gente que a pesar de sí misma siente la sutil atracción que viene desde la orilla del bosque, el llamado de la podredumbre y el declive, el gozo que viene cuando todo se llena de hongos y se derrite en el suelo esparcido de basura. Gente que teme a los payasos, y gente cuyos miedos son escuchados. 

Somos por naturaleza indiferentes al Estado, pero ha sido entretenido ver sus excentricidades y meteduras de pata: los policías armados estableciendo un perímetro alrededor de una escuela en Flomaton, Alabama, revisando los salones de clase en busca de signos de travesuras relacionadas con payasos; los hombres acusados de terrorismo por usar disfraces de payaso; los helicópteros a la espera y las bases militares en alerta constante; la tensión mientras un vasta maquinaria se prepara para la guerra contra sus propios payasos, y cuando se abren los depósitos de misiles sólo encuentran la corteza húmeda y aplastada de un pastel contra el suelo.

Es tan aburrido que conviertas todo esto en política, cuando lo mismo podrías culpar al calentamiento global por darnos una superabundancia de gusanos de qué alimentarnos, o a los alineamientos astrales por hacer hoyitos en el entramado de tu universo. ¿Por qué payasos? ¿Por qué ahora? ¿No está contendiendo a la presidencia una enorme y triste cara de payaso? ¿No tienes miedo, más seguro de lo que nunca has estado en tu casa rodeada de tres líneas de policías con armamento militar, pero aterrado por los refugiados, por los terroristas, por los criminales, por lo que sea que medra en la oscuridad a la orilla de los bosques? Incluso es peor cuando metes la psicología. El horror del payaso es el del hombre triste detrás de la sonrisa pintada, esa desesperada necesidad, que se remonta al viejo Grimaldi, de que los más tristes hagan reír a los demás. Debes saber la verdad: no somos infelices. No hay nada detrás de nuestras máscaras. Fíjate cómo en tantos noticieros los payasos no son un él ni un ella sino un eso. ¿Por qué te dan miedo los payasos? ¿No te gusta que te diviertan? ¿No se hicieron guerras, no volvieron ciudades escombros, no se quemaron niños vivos para defender la sociedad libre en la que vives sin miedo para ser entretenido? 

Pero hay una preocupación: una sensación vaga, a medida que los créditos del episodio ocho aparecen y sabes sin siquiera pensarlo que no importa cuanto quieras hacer algo más, el episodio nueve es tan inevitable como la puesta de sol, que estás desperdiciando tu vida; que incluso bien podría haber terminado ya. Y en ese mismo momento, un payaso se mueve a trompicones por la orilla del bosque detrás de tu casa, una enorme sonrisa plástica en su rostro, y un cuchillo en su mano.

No pretendemos asustarte. No queremos causarte ningún daño. Llevamos armas, pero te encantan las armas; tú las pones en nuestras manos. Esto es lo que haremos. Vamos a pararnos en la orilla del bosque sin decir una palabra. Esperaremos pacientemente hasta que bajes tus armas, que la policía se vaya, y que termine este pánico absurdo. Esperaremos hasta que, por tu propia voluntad, nos sigas hasta el bosque, hasta esos árboles grises sin profundidad donde todo lo nuevo se pudre. Te llevaremos al bosque, y luego vamos a armar una pequeña función para ti. Y te vas a reír.

viernes, 1 de julio de 2016

Apuntes, de Jericho Brown

No voy a darme un tiro
en la cabeza, y no voy a darme un tiro
por la espalda, y no voy a colgarme
con una bolsa de basura, y de hacerlo,
te prometo, no voy a hacerlo
esposado en una patrulla de policía
o en la celda de algún pueblo
que sólo conozco de oídas
porque debo manejar por ahí
para llegar a casa. Sí, puedo estar en peligro,
pero te prometo, confío que los gusanos
y las hormigas y las cucarachas
que viven bajo las duelas
de mi casa van a hacer lo que deben
con mi pellejo más de lo que confío
en un oficial de la ley mundana
para cerrar mis ojos como un hombre
de Dios haría, o para cubrirme con una sábana
tan limpia que mi madre pudo haber usado
para cobijarme. Cuando me mate, me voy a matar
como hacen la mayoría de los estadunidenses,
lo prometo: con humo de cigarro
o asfixiado con un trozo de carne
o congelado en la miseria
en uno de esos inviernos que seguimos
llamando el peor. Te prometo que si escuchas
que morí en algún lugar cerca
de un policía, ese policía me mató. Me alejó
de entre nosotros y dejó mi cuerpo, que es,
no importa qué nos hayan dicho,
mayor que la compensación que la ciudad puede
pagar a una madre para que deje de llorar, y más
hermoso que la bala nuevecita

pescada de entre los pliegues de mis sesos.

miércoles, 13 de enero de 2016

Teoría y praxis de la pereza

Para evitar malentendidos (inevitables, de cualquier modo) aclaremos lo siguiente: no estoy en contra del trabajo, ni es este un texto que pretenda demeritarlo; pero no sería tan ingenuo tampoco como para afirmar que el trabajo "dignifica" (lo que implica que los desempleados son algo así como ciudadanos indignos, de segunda), o que es parte de una atávica pena ("ganarás el pan con el sudor de tu frente", Génesis, libro tal versículo tal) ligada a una no menos ominosa y anacrónica lista de "Pecados capitales". No. Lo que pretendo acá es hablar sobre la pereza, pero no sobre la pereza en general, sino de aquella que ejerzo, a buen ritmo y sin desplantes, más o menos desde que me acuerdo.

Para empezar hay que definir nuestros términos: ¿qué es la pereza? La voz pigritia indica la calidad del flojo, del piger. Esto no nos hace avanzar mucho. ¿Qué indica lo "flojo"? Puede ser el antónimo de "tenso", por ejemplo, sinónimo de "relajado" cuando hablamos de la firmeza de un nudo. A su vez, "flojo" proviene de fluxus, de lo fluído pero también de lo inconsistente, de lo que no toma otra forma u otra fuerza sino de lo que viene de fuera. Aquí podríamos aclarar que lo flojo --lo fluído-- no es necesariamente débil, ni hueco, mucho menos estático. Pensemos en los ríos, fluidos y caudalosos. ¿Qué sería de un río firme? ¿Qué sería de una nube tensa?  

Siempre fui un niño flojo. O eso decían las maestras. "Es un niño muy listo, señora, pero flojo." No ponía atención, casi nunca hice tareas, y a pesar de todo siempre encontré la forma de pasar de grado  sin esfuerzos extenuantes, entregando trabajos finales y presentando buenos exámenes. Con el tiempo me di cuenta de que no era flojo, sólo tenía malos hábitos de sueño y poco interés por las obviedades escolares. Mi mente no funciona mediante ejercicios de tensión, la disciplina me parece una dudosa virtud de soldado, casi nunca tenso mi memoria tratando de fijarle palabras cuya naturaleza es dúctil y cambiante. 

Llamamos "flojera" a la actitud del perezoso. También "hueva", que es la indisposición a realizar una tarea, no necesariamente porque dicha tarea implique un grado de concentración o de energía o de trabajo para el que no estamos preparados, sino por una inercia del estado lánguido que no se interrumpe salvo contadas ocasiones. La curiosidad, por ejemplo, puede ejercerse perfectamente tumbado y acostado en cama. ¿Qué rompe dicha inercia? Una necesidad externa, de índole fisiológica o social, siendo esta última siempre la más penosa de cumplir, porque implica tensar la atención para oponer una resistencia --una escucha-- a la demanda de un otro. 

No es mi intención ponerme esencialista, pero se me ocurre que el estado natural de la atención es fluido, divagante, peregrino. Sólo cuando una tensión --interna o externa-- apela fuertemente a la atención es que esta pierde su natural fluidez para dirigirse a aquello que la convoca. Ilustro con una digresión: no sé por qué, pero tengo la extraña fortuna de encontrarme naipes tirados en la calle, a donde quiera que voy. Los conservo todos, a manera de tesoros. ¿Cómo es posible que, caminando por la calle, con una atención fluida y perezosa, un pequeño rectángulo de papel reclame poderosamente mi atención de ese modo? No trataré ni siquiera de suponer qué acuerdo secreto hace que ciertas personas encuentren sombrillas olvidadas, billetes de 20 pesos, tesoros brillantes y valiosos, y en cuyo reparto a mí me tocaron los simples y manoseados naipes. Pero sé que se trata de algo que no puedo sino llamar "mágico" porque sé que si saliera de mi casa a caminar por la calle con la expresa vocación de buscar naipes tirados, no encontraría ni uno. Además siempre vienen en series de tres. Pero tal vez eso sea tema de otra investigación.

Continuando con la historia de mi pereza, diré también que de niño me daba mucho miedo dormir. Hay quienes tienen un "talento" natural para dormir que yo no poseo. Al recostarme, esa cualidad fluida y alegre, casi caprina de mi atención, se volvía un hervidero de imágenes y sugerencias --muy amenazantes incluso en su inmaterialidad-- que me mantenían en vilo hasta muy tarde, con el resultado esperable de no tener ganas de levantarme por la mañana para ir a la escuela. Mis padres siempre decían que la noche es para dormir y el día para trabajar, pero yo no le encontraba mucha lógica. El día, con sus luces y sus demandas y sus escándalos me repele --el día, en las antípodas de la noche, de la que debería aprender su calma y su reposo y su flojera. Luego de pasar la mayor parte de mi vida escolar en estado de sonambulismo, empecé a interesarme en las ventajas del sueño lúcido y su práctica, en las que casi siempre encontramos demasiado esoterismo como para tomarlo en serio. Lo que me interesaba era conseguir dormirme temprano para no andar por ahí como zombi. Por principio es necesario recordar a lo largo del día la intención de despertar durante los sueños; existen numerosos procedimientos para esto sobre los que hay información suficiente en Pijama Surf. Meditar un poco antes de dormir, tomar un té de tila, una tableta de melatonina cada tanto para regular el ciclo circadiano, etc. Después, al despertar, es recomendable llevar una bitácora de sueños. Esta fue la clave para levantarme temprano (aunque no para deshacerme de mi pereza ni mucho menos), pues me fui acostumbrando a que despertar movilizara mi atención hacia el cuaderno y las imágenes urgentes del sueño, que se van borrando conforme más tiempo llevemos despiertos. 

Como las virtudes del trabajo, la dedicación, el esfuerzo y otros atributos propios de animales de carga me fueron vedadas, me concentré de manera extrema en cultivar el arte de la pereza. Mi armario está lleno de pijamas, sudaderas, chanclas y toda la colección primavera-verano-otoño-invierno de Ropa de Quedarse en Casa. Al trabajo (si eres uno de mis empleadores tal vez no quieras leer lo siguiente) le dedico el menor tiempo posible, tratando de despejar rápidamente los pendientes para dedicarme a no hacer nada, o aún menos. Hace mucho me di cuenta de que soy incapaz de cumplir con una rutina de 8 horas, pero eso no me condenó al pillaje ni a la hambruna (aunque dedique poco tiempo a ello y defienda hasta la muerte mi pereza, lo cierto es que me considero bastante trabajador); el no poder hacer eso que para tantos es lo más común --levantarse, ducharse, correr en el frío a un centro de trabajo, salir de noche y regresar a dormir-- no me hace un trabajador menos valioso, simplemente tuve que aprender a vivir a partir de mis limitaciones, de los imperativos de mi atención.

Admiro a los que albergan sueños de grandeza y se levantan todos los días sin recordar ninguno, se limpian los grumos de saliva de las comisuras, y salen a encarar al mundo como gladiadores en el coliseo. Admiro a los (y las) que pueden disponer de su atención como de una herramienta más en la caja de las maravillas de la mente, y pueden comandarla y ponerla ahí donde la necesitan, como un rottweiler, y a los que nada se les escapa. Yo, lamentablemente, no poseo ninguna de esas virtudes. A lo más que puedo aspirar es a dormir bien, a borronear un sueño en la mañana, y a permitir que mi divagante atención se concentre poco a poco como una nube de tormenta o como la cresta más alta de una ola a punto de romper. Ahí, en ese punto de tensión máxima, lo fluido en mí se descarga completamente en una o dos tareas muy básicas (una traducción, un artículo, una noticia), y termino exhausto, más o menos a medio día, pero listo para aprovechar el resto del tiempo en ejercicios perezosos y divagantes, fluidos, como es el pensamiento cuando deambulamos entre calles recién llovidas o entre los engranes que dibujan sobre una superficie las formas contrastantes de las letras impresas. Mi héroe personal es el Bartleby de Melville, un leguleyo que no era impotente ni mucho menos, pero que tenía una relación bastante disfuncional con su propia pereza. De él aprendí que está bien decir "Preferiría no hacerlo", pues en esto se encuentra la feliz languidez de la pereza. Digamos de pasada que no hay que confundir pereza con tedio, que es tautológico y aburrido, mientras la pereza está colmada de impresiones pasajeras y gratas, que en ocasiones se transforman, por su misma condensación, en obras acogedoras, fluidas y hospitalarias, como una cama mullida. Existen muchas otras virtudes de la pereza, pero me excuso a mí mismo de enumerarlas: son fácilmente encontrables y al alcance de todos, como democráticos naipes dispersos entre los charcos del mundo.